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La aculturada idea de una democrácia entre los países Árabes

Por Robert Fisk *
En estos días Irak se está volviendo algo tan escabroso para nuestros grandiosos líderes que les arrojarán a los perros lo que sea –o a quien sea– con tal de salvarse. La BBC, la CIA, la inteligencia británica, o cualquier periodista que se atreva a señalar las mentiras que nos llevaron a la guerra, será apedreado con más mentiras. Cuando sugerimos que Irak nunca fue terreno fértil para la democracia occidental, se nos acusa de racismo. ¿Acaso creemos que los árabes no son capaces de producir democracia?, se nos pregunta. ¿Pensamos que son infrahumanos? Esta clase de patrañas proviene de la misma familia de insultos con los cuales se etiqueta como antisemitismo a todas y cada una de las críticas contra Israel. Si acaso nos atrevemos a recordarle al mundo que los principales proselitistas neoconservadores proisraelíes –Perle, Wolfowitz, Feith, Kristol, entre otros– ayudaron a que el presidente George W. Bush y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, nos empujaran a esta guerra con profecías grotescamente incorrectas en torno a la formación de estados árabes democráticos y proisraelíes, entonces se nos acusa de racistas sólo por mencionar sus nombres. Por tanto, limitémonos a recordar únicamente lo que los neoconservadores impulsaban en aquel otoño dorado de 2002, cuando Tony planeaba al lado de George la destrucción del Hitler de Bagdad. Iban a rediseñar el mapa de Medio Oriente, y pensaban llevar democracia a la región. Los dictadores iban a caer o sumarse, de ahí la importancia de convencer al mundo de que el ridículo Kadafi es “estadista” (gracias, Jack Straw) por haber renunciado a sus infantiles ambiciones nucleares. Así la democracia florecería desde el Nilo hasta el Eufrates. Los árabes querían democracia. Iban a arrebatárnosla. Seríamos amados, bienvenidos, elogiados y apreciados por haber llevado allí este tan codiciado producto. Desde luego, los neoconservadores se equivocaron. La última contribución a la defensa de estos hombres provino de David Brooks, del New York Times. “En realidad –escribe– las personas tachadas de neoconservadores (...) no tienen mucho contacto entre ellas. Ha habido cientos de referencias, por ejemplo, al insidioso poder que Richard Perle tiene sobre las políticas del gobierno, pero me han dicho funcionarios de alto nivel que él no ha tenido reuniones significativas con Bush o Dick Cheney desde que éstos asumieron la dirigencia (...). Todas las evidencias sugieren que Bush llegó a sus conclusiones de manera independiente.” Qué bueno que los funcionarios “de alto nivel” nos informan no sólo de esto, sino también que comparten el hilarante comentario de que Bush llega por sí solo a sus conclusiones. Brooks incluso trata de borrar la palabra “neoconservador”, o necon, de la narrativa de la guerra de Irak con la absurda frase “con es la abreviatura de ‘conservador’ y neo es la abreviatura de judío”. Ahora, el simple uso de la frase “neoconservador” puede ser antisemita: Brooks de hecho concluye su artículo anunciando que “el antisemitismo vive un resurgimiento”. Si eso es lo mejor que tienen para amenazar a sus críticos, entonces los señores Wolfowitz, Perle y demás deben estar dándose a la fuga. Ellos nunca dijeron que la democracia iba a funcionar. Ellos no tienen influencia sobre Bush. Ellos no tenían el poder. Pero si a duras penas hablaron con él. ¿Neoconservadores? ¿Quiénes? Pero fueron los neoconservadores, al igual que el mismo Israel, los que defendieron más fervientemente la invasión a Irak. Para esto se defendieron con el devastador, y muy cierto, hecho de la vida en la mayor parte de Medio Oriente: casi todos los estados árabes son escuálidas, corruptas y brutales dictaduras. No hay sorpresa en ello. Nosotros creamos a la mayoría de esos dictadores. Nos deshicimos de reyes y príncipes cuando éstos no tuvieron autoridad suficiente para controlar a las masas, y luego apoyamos a un montón de miserables generales y coroneles, la mayoría de los cuales vestía alguna variante de losuniformes militares británicos, con águilas en el quepí en lugar de coronas. Así, el rey Farouk fue suplantado, indirectamente, por el coronel Nasser (y por el general Sadat y el general de la fuerza aérea Mubarak), el rey Idris fue sustituido por el coronel Kadafi (el servicio exterior británico adoraba al joven Kadafi), y la monarquía posterior a la Primera Guerra Mundial del rey Faisal fue sustituida, eventualmente, por el partido Baaz y Saddam Hussein. Nunca quisimos que los árabes tuvieran democracia. Cuando los egipcios lo intentaron en los años ‘30, y parecía que expulsarían a Farouk, los británicos enviaron a la oposición a la cárcel. Nosotros los occidentales trazamos las fronteras de la mayoría de las naciones árabes, inventamos sus estados y entronizamos a los líderes que nos eran leales. Los bombardeábamos, desde luego, si nacionalizaban el Canal de Suez, si ayudaban al ERI o si invadían Kuwait. Pero los neoconservadores, Bush y después, inevitablemente, Blair, querían que tuvieran democracia. Ahora bien, hay muchos árabes que quisieran tener un poco de esa preciosa sustancia llamada democracia. De hecho, cuando emigran hacia Occidente y logran obtener pasaportes estadounidenses, británicos, franceses o de cualquier otro lugar occidental, muestran la misma aptitud para la “democracia” que nosotros. Los iraquíes de Dearborn, Michigan, son como los demás estadounidenses: votan –mayoritariamente por los demócratas–, se divierten y trabajan como cualquier otro ciudadano estadounidense amante de la libertad. Por tanto, no hay nada genético en la incapacidad del mundo árabe en lograr la democracia. El problema no son los pueblos sino el ambiente, la construcción de una sociedad patriarcal y, lo más importante, los estados artificiales que creamos para ellos. No producen ni pueden producir democracia. Los dictadores a los que pagamos, armamos y beneficiamos han regido mediante la tortura y el sistema tribal. Al encontrarse en naciones en las que en muchos casos no creían, los pueblos árabes confiaron únicamente en sus tribus. Los reyes eran tribales: los hashemitas vinieron del noreste, de lo que hoy se llama Arabia Saudita, y los dictadores también son tribales. Saddam, como se le dice al mundo repetidamente, era de Tikrit. Y este hombre sin escrúpulos se hizo del poder mediante una red de alianzas tribales y sectarias. Cuando irrumpimos en su país, por supuesto, dijimos a los iraquíes que les daríamos democracia. Tendrían elecciones libres. Recuerdo la primera vez que caí en la cuenta de lo deshonesta que era esta promesa. Fue cuando Paul Bremer, el fallido procónsul estadounidense en Irak, dejó de hablar de democracia y empezó a referirse al “gobierno representativo”, que para nada es lo mismo. Esto ocurrió cuando gente como Daniel Pipes, primo del ala derecha de los neoconservadores, a quienes ya no podemos mencionar, comenzó a promover no la “democracia” para Irak, sino “una autocracia de mentalidad demócrata”. Bremer dice que no puede haber elecciones antes de junio, cuando “la soberanía” se “traspase”, lo cual es en sí una mentira porque será a un grupo de iraquíes elegidos por Estados Unidos e Inglaterra al que se le “traspasará” la mítica “soberanía” del país. Después –y será necesario rezar para que esto se cumpla– se celebrarán las elecciones democráticas que le prometimos al pueblo iraquí y que ahora reclaman los vociferantes chiítas. Aun si estas elecciones se celebran algún día, la mayoría de los iraquíes votará según su tribu y su religión. Así es como ha funcionado su sistema político los últimos cien años y así es como funciona el actual “consejo interino” elegido por los estadounidenses. Ahí vamos otra vez. No hay armas de destrucción masiva. No hay nexos entre Saddam y el 11 de septiembre de 2001. No hay democracia. Echenle la culpa a la prensa. Echenle la culpa a la BBC. Echenle la culpa a los espantos. Pero no culpen a Bush y Blair. Y no culpen a los neoconservadores estadounidenses que ayudaron a empujarnos hacia estedesastre. Ellos ni siquiera existen. Y si decimos que sí existen, ya sabemos de qué van a tacharnos.* De La Jornada y The Independent. Especial para Página/12. Traducción: Gabriela Fonseca.

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