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Oriente Próximo y el largo y cruente conflicto Israelí y Palestino



Oriente y Lejano Oeste
Fernando Rodríguez Genovés
En el largo y cruento conflicto que tiene lugar en el Oriente Próximo, en el que pugnan israelíes y palestinos por una franja de tierra, puede percibirse además un enfrentamiento entre naciones y culturas disparejas. Pero asimismo no resulta difícil advertir en la disputa un nuevo capítulo de la Historia de la Civilización, sobre sus avances y sus resistencias. O sea, una versión oriental de la Conquista del Oeste en el continente americano
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Sostener a la altura del siglo XXI que los agentes del hiperterrorismo son indigentes desesperados que actúan por causa del hambre y la pobreza es memez muy atrevida. Que ofende gravemente; en primer lugar, a los pobres. Lo más benigno que puede pensarse de semejante falacia es que provenga de la ignorancia. Lo demás ya sería villanía. Afirmar, a modo de disculpa, que la causa que explica el terrorismo global deriva de la miseria de los pueblos es una excusa que no mantienen ni los propios culpables directos del terror. Ni un sólo comunicado emitido por la organización terrorista Al Qaeda apunta a este presunto móvil como justificación de sus fechorías. Nunca hablan, por lo demás, de «unilateralismo» ni de «hegemonía americana». El integrismo islamista que combate contra Occidente odia a Occidente en su conjunto, y no se anda con puntualizaciones ni sutilezas metafísicas, tan occidentales ellas. Estos reparos no hacen sino demostrar a sus ojos oscuros la profunda depravación de las democracias modernas: ellos al menos se suicidan por la Fe y el Más Allá. Para el ejército de Alá, la cosa está más clara que el agua del desierto: su objetivo es afirmar la palabra del Corán en el ámbito musulmán de sumisión y extenderlo por todo el mundo, para lo cual es necesario aniquilar la sociedad libre, desde dentro y desde fuera de ella. Así es la Ley de Dios.
Actualmente, el único residuo de terrorismo que sigue activo en Europa lo representa ETA, con base en la Comunidad Autónoma Vasca, una de las regiones más prósperas y económicamente privilegiadas de España y Europa. Los autores de los ataques del pasado 11-S procedían en su mayoría de familias adineradas de Arabia Saudí, poseían títulos universitarios y habían viajado por medio mundo. Su instigador y caudillo, Osama Bin Laden, es (o fue) un conocido multimillonario de origen saudí, país de inmensa riqueza, producto de las exportaciones de petróleo, con una oligarquía ostentosa, fatua y derrochadora que destina grandes sumas de dinero a subvencionar generosamente a organizaciones islamistas sospechosas de actos terroristas, pero no en sacar de la miseria a los pueblos hermanos del «mundo musulmán», que están muy necesitados. La ayuda y la asistencia, se dice ordinariamente, debe venir de Occidente, que por algo es culpable. Que pague y calle, que por algo es rico y maligno... Y de hecho eso es lo que hacen, pagar. La infraestructura de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), al margen de la solidaridad árabe, está siendo costeada con fondos europeos, valorados en 19,3 millones de euros; cada mes la Unión Europea (UE) inyecta 10 millones de euros a las finanzas palestinas, y, en total, desde 1994 hasta 2001, la UE ha concedido nada menos que 2.100 millones de dólares en ayudas directas a las autoridades palestinas. Arabia Saudí tampoco ayuda a sus «hermanos pobres», pero financia el terrorismo. Al menos el 50 por ciento del presupuesto de Hamás, de alrededor de 10 millones de dólares anuales, procede de Arabia Saudí, nación soberana que también aprovisiona financieramente a los dirigentes de la ANP con cantidades generosas: entre 80 y 100 millones de dólares anuales.
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Como en un acto reflejo, una asociación de ideas o un acto fallido, las primeras imágenes de la catástrofe de Nueva York, Washington y Pennsylvania del 11- S que emitían las cadenas internacionales, intercalaban las secuencias del horror con otras de alegría y celebración en algunos campos de refugiados palestinos: en primera fila, sirviendo de pantalla, esos pobres niños manipulados... Luego se dijo que las manipuladas eran las imágenes emitidas, que no se correspondían en tiempo y lugar con lo noticiado, pero significativamente los señalados no se quejaron del supuesto error, ni denunciaron el embuste, ni protestaron por la acusación, si es que lo era y como tal era tomado por ellos. Sin embargo, cuando los responsables directos del ataque reivindicaron más tarde su acción, entre otros motivos, en apoyo y en nombre de la «causa palestina», enarbolada como principal bandera y pretexto para la vesania (muchos comentaristas ya se les habían adelantado en el análisis de la situación; Sadam Husein lo había hecho diez años antes), ningún grupo palestino rechazó tampoco la grave alusión. Sino todo lo contrario: se sintieron satisfechos y muy reconocidos. Luego, se apuntaron muchos más al aquelarre.
¿Ya tenemos, pues, «la causa», la explicación de lo ocurrido? No una causa; tenemos todas la causas en una. Que Estados Unidos se lo había buscado por su política en Oriente Próximo (justamente cuando menos estaba interviniendo en el conflicto, motivo por el que curiosamente era amonestado a menudo, por su pasividad y aislacionismo...); que aquello fue la venganza de los desposeídos, los descamisados, los pobres, los humillados y ofendidos (o de quienes tienen derecho exclusivo a sentirse humillados y ofendidos, porque tienen honor; los otros no); que hasta que los palestinos no tengan Estado propio, a expensas de Israel, no habrá paz, y los atentados continuarán. Etcétera. En conclusión, que debe abandonarse a Israel a su suerte, es decir, sin capacidad de defensa y a merced de sus vecinos; sólo échese un vistazo al mapa de la zona para entender lo que tal hecho significaría. O que desaparezca Israel sin más, que echen a los judíos al mar. Estados Unidos también. Europa, de paso (no se salva ni Francia). Y quien se ponga por delante de la voluntad de Alá, el Misericordioso.
Atender a otras «causas» del problema del mundo árabe parece que no conviene ni es «políticamente correcto». Por ejemplo, las causas económicas, es decir, su subdesarrollo, que no se sigue de una condenación sobrenatural, una plaga bíblica, un contubernio judeomasónico ni del capricho del Presidente de los Estados Unidos de América (por mucho poder unilateral que exhiba), sino de la resistencia de los gobiernos autóctonos y soberanos a modernizarse y a acometer reformas económicas profundas. Esto es, por ejemplo, lo que sugiere el Informe sobre Competitividad en el Mundo Árabe 2002-2003 elaborado por el World Economic Forum (WEF), en el que se ofrecen a los líderes árabes diez consejos básicos para sacar del atraso y la miseria a sus pueblos.
{2} Tampoco deben obviarse las causas políticas y sociológicas del asunto. Según un informe elaborado por una treintena de intelectuales árabes, por cuenta del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (junio 2002), el mundo árabe adolece de tres graves problemas o déficits: derechos humanos, promoción de la mujer y adquisición de conocimiento. Algunos datos del dictamen son sencillamente demoledores: el 51 por ciento de los adolescentes y el 45 por ciento de los jóvenes árabes desean emigrar; la mitad de las mujeres árabes son analfabetas; y, en fin, de las siete regiones del planeta, los países árabes son los que gozan del menor nivel de libertad, según estudios referidos a finales de los años ochenta, por debajo incluso del que se disfruta en el África subsahariana. ¿Qué pretexto principal aducen las autoridades puestas aquí en la picota para explicar semejante situación? Muy sencillo: el «conflicto árabe-israelí»; o mejor, la existencia de Israel en la región. ¿Cuál es el mensaje implícito? Palmario: si Israel desapareciera de sus vidas, todo cambiaría de pronto y para mejor. Los problemas habrían acabado. Otra solución final, pues.{3}
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Algunos acomplejados y perezosos intelectuales occidentales (y demás cansados de Occidente) dicen que el conflicto de Oriente Próximo es un asunto muy complejo. Declaraciones de Representante de la Unión Europea en Afganistán, Francesc Vendrell, a propósito del segundo aniversario del 11-S: «Para luchar contra el terrorismo hay que entender cuáles son sus causas».
{4} He aquí lo más granado de la aportación española en la misión diplomática europea en la zona: Solana, Moratinos, Vendrell... Un asunto muy complejo.
En unos aspectos, lo será, no lo niego. Pero, en otros, no tanto. Henos ante dos partes enfrentadas. Una, Israel, hija del éxodo; la otra, de la evasiva y la coartada. Una, símbolo de la diáspora; el otro, de la Liga Árabe. Ambas, producto de la religación y la mutua animadversión. Todos con muertos sobre sus espaldas. ¿Son equiparables los actores del drama de Oriente? Ya sabemos adónde suele llevar la cínica equidistancia en los casos tocados por el terrorismo: apoya al terrorista, porque representa al débil y al pobre. ¿Cómo es eso posible? Lo que no hace la ignorancia, lo consigue la propaganda. Por una vía y por otra se llega al mismo resultado.
Septiembre de 2003. Naciones Unidas discute un proyecto de resolución que pretende condenar a Israel por querer mal a Yaser Arafat y buscar su ruina en aquella zona de guerra y de feroz terrorismo. Sólo EEUU se opone firmemente a la medida en el Consejo de Seguridad. Reino Unido, Alemania y Bulgaria se abstienen. Los demás votan a favor. Incluida España. ¿Cuáles son los argumentos protectores y benefactores de Arafat y la ANP? Los habituales al tratar del terrorismo, como siempre: si se actúa contra el agente del terror, es peor: se cabrea, mata más y la cosa se complica; fomenta el victimismo y el heroísmo; hay que dialogar... Y, sobre todo, Arafat es el «legítimo representante de los palestinos», a quien ha elegido su pueblo democráticamente, libremente, sin coacciones y después de sopesar todas las alternativas pertinentes. En consecuencia, el «rais» es intocable. Por el contrario, Bush y Sharon, como no son legítimos ni democráticos, sí son tocables y eliminables. En fin...
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¿Quién tiene razón? ¿Cómo empezó la cosa? En esos dominios del planeta, donde la memoria es una segunda piel y el pasado, una segunda naturaleza, tal vez hubiese que dejarse de historias, de antiguas ofensas y agravios, para mirar al futuro desde una óptica del presente. Escribe Sartori en su libro La sociedad multiétnica:
«Si todo el pasado se transfiriera al presente, el presente estallaría. El presente se constituye como tal en tanto que supone también, en parte, olvido del pasado.»
Lo inteligente y más práctico a este respecto, a mi juicio, no es tanto el darle (o quitarle) toda la razón a una de las partes en conflicto, basándose como fuente fundamental en los precedentes del problema, en la Historia, sino el valorar sus actitudes respectivas ante la modernización y el avance de la civilización, su comportamiento presente y sus propuestas de futuro. Ciertamente, no debe olvidarse todo lo que ha pasado, pero no se puede vivir exclusivamente del pasado. Recordemos... lo que decía al respecto Friedrich Nietzsche: «Las grandes guerras contemporáneas son consecuencia de los estudios históricos» (Aurora, § 180). Lo que el tiempo nos impone con urgencia es hacer frente al gran pleito de la Humanidad, renovado con tenebrosa regularidad y de la que ninguna generación parece poder escapar: civilización o barbarie. La lucha entre estas dos tendencias en la historia del Hombre es enconada y decisiva, porque pelean a vida o muerte. Así es como funciona la Vida de la Razón, que diría Hegel o Santayana. El asunto se percibe tan agudo que urge ser clarificado, en la medida de lo posible.
Como en otros escenarios en los que el terrorismo interviene como actor principal, el mayor error consiste en confundir la naturaleza del problema. En España, sigue hablándose del «conflicto vasco» y del «problema vasco» recurriendo a cínicos eufemismos que pretenden separar el terrorismo etarra y el nacionalismo étnico y excluyente, por entender excepcionalmente (excepción cultural o cosa de identidades nacionales) que el terrorismo vasco no tiene causa; o, al menos, la causa que interesa a algunos. En el momento presente de la posguerra de Irak, se intenta vender la especie de que el «problema iraquí» reside en la presencia de las tropas aliadas («ocupantes») en misión de reconstrucción del país, y no la existencia en el pasado del régimen terrorista de Sadam Husein, que amenazaba al mundo y, sobre todo, a la región. El colmo de la retórica se ejemplifica en la etiqueta «problema palestino», ordinariamente identificado con la existencia misma de Israel en Tierra Santa. Según este paradigma, no habría, pues, «problema árabe» ni «terrorismo islamista» ni «crisis del mundo musulmán». Lo que hay es «causa palestina». Si un judío, si Sharon, se pasea por la Explanada de las Ermitas, eso es una provocación, puesto que, por lo visto, un israelí, y menos que nadie el primer ministro de Israel, no puede pisar Jerusalén, por ser Tierra Sagrada, ciudad prohibida para el sionista y el infiel.
Los judíos han padecido el Holocausto. Los palestinos también han tenido sus penurias. Sea; pero, sin desestimar ni negar el pasado, dejemos ahí por un momento el cotejo de calamidades y el balance de daños. Veamos el presente y el futuro. ¿Qué son actualmente Israel y la nación palestina, y qué proyecto de futuro ofrecen, respectivamente?
Israel es hoy una democracia (lo es desde su constitución como Estado moderno en 1948), que trabaja y gana terreno de labor al desierto, demostrando con ello que incluso en circunstancias muy adversas, de geografía física y política muy hostil, es posible generar riqueza y prosperidad. Empezar de nuevo. No es un país pobre, a pesar de tener que vivir en una economía de guerra continua, pero ello no es razón suficiente para que se le odie a muerte. Como nación responsable, cumple sus compromisos internacionales, o, al menos, intenta cumplirlos, aunque no al precio de su suicidio; los suicidas están enfrente, en el otro lado. Israel se esfuerza, en suma, por insertarse en la comunidad internacional a todos los efectos, a pesar de la contumacia del antisemitismo y el antijudaísmo reinantes por doquier y de la general hostilidad contra Israel, empeñados en aislarlo del resto del mundo, en dejarlo solo ante el peligro.
«¡Se ha quedado solo!» ¿Les suena? En esta declaración se concentra mucho veneno: la ponzoña del sectario y del gregario; la plebeya revancha de quien se escuda tras la multitud; el rencor del miserable cobarde que por sí mismo no es capaz de hacer nada provechoso; la catarsis del menguado temeroso que se crece con la desdicha ajena, porque él nunca será feliz; la energía del gallina que busca granjearse el calor humano para sentirse complacido, como a la res rumiante le colma el establo. «¡Estás solo! ¡Y más solo te quedarás muy pronto». Así habla el prólogo del linchamiento.
Por el contrario, los territorios ocupados por los palestinos viven desde hace años por y para la Intifada, para la insurrección permanente, animados por los dirigentes de la ANP, porque es su sustento y su razón de ser (los que se oponen, dudan o colaboran con Israel, son, sencillamente, eliminados). Allí no se trabaja ni parecen pretenderlo (exigen ser subvencionados a perpetuidad); no establecen un proyecto político de seguridad y estabilidad regional e internacional (celebraron el 11-S); exigen derechos territoriales (territorios a cambio de paz: chantaje terrorista); rechazan el marco de los acuerdos y tratados internacionales (por ejemplo, Oslo), cuando se ofrece una salida real a la paz (pero ellos son hijos de la Fe y el Honor, no del compromiso y el pacto: costumbres infieles); ellos sólo responden ante Alá y la Nación Árabe, y sus obligaciones se limitan a la indócil disciplina de los clanes, de los grupos radicales y aun terroristas, de las luchas tribales internas sin verdadera autoridad representativa; para ellos el mundo no es el mundo mundial sino el «mundo musulmán».
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Las organizaciones que se dicen representativas del pueblo palestino no ofrecen, desgraciadamente, un plan razonable y fiable de futuro, una hoja de ruta que piensen recorrer, mientras, por el contrario, exhiben severas resistencias a su incorporación en la civilización universal, apoyando y practicando el terrorismo como instrumento de acción política: su contribución a la Historia de la Civilización acabará siendo, si no se remedia, la de los-mártires-hombres-y-mujeres-bomba. Exigen, en fin, el derecho a constituirse como Estado, el cual, no es exagerado sospechar, se sumaría de inmediato a la lista de los Estados «gamberros» y/o «inviables».
La comunidad internacional debe, por tanto, sopesar mucho lo que supondría, especialmente en los momentos presentes de guerra contra el terrorismo globalizado, el auspiciar la institución y financiación de un Estado que se impondría por la presión terrorista, que amenaza con atacar a Estados vecinos y se ha aliado, espiritual y materialmente, con el frente islámico que ha declarado la guerra a Occidente. Un hipotético Estado palestino que no está dispuesto a reconocer, de facto y con visos de credibilidad, al Estado de Israel (sospecha siempre presente, mientras se mantenga en la mesa de la discordia el denominado «derecho al retorno» de todos los palestinos exiliados a la zona, lo cual supondría irremisiblemente la destrucción de Israel) y que niega con sus hechos el principio ético y político de la reciprocidad (como sería el auspiciar de veras la coexistencia de ambos Estados, palestino e israelí, en el territorio en disputa, en respetar las reglas de juego democrático y propiciar instituciones ajustadas al derecho internacional). Un Estado palestino, en definitiva, aumentaría, en lugar de disminuir, la inseguridad en la región. Y en el mundo.
¿Alguien no cegado por el fanatismo, el sectarismo y el resentimiento podría acreditar que un pretendido Estado palestino, sustentado por la fuerza de la OLP, Abu Nidal, Al Fatah, las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, la Yihad Islámica y Hamás, se constituiría según un ordenamiento, ya no digo liberal,
{6} sino democrático? (¿podría hacerse, por otra parte, en un presumido Estado vasco, patrocinado y custodiado por ETA y amparado por el Pacto de Estella?).
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Se mire por donde se mire, el conflicto en Oriente Próximo entre Israel y los palestinos remite, en un paralelismo extremo pero no inverosímil, a la conquista del Oeste americano, a la lucha del hombre blanco americano contra los indios americanos. Evoquemos el escenario de los hechos en el Lejano Oeste y aventuremos un sencillo cotejo.
Los nativos exigían su derecho a la tierra como territorio de paso y dominio, en oposición a los blancos; pero también en contra de las otras tribus indias. Hacían, pues, la guerra al blanco, pero también entre sí. Los blancos eran sus enemigos; las tribus vecinas, también. No estaban dispuestos a dejarse integrar en ningún Estado, entre otras razones porque desconocían lo que es un Estado; eran guerreros y hombres de honor, indomables, orgullosos y valientes, crueles, y, ay, salvajes. Los pioneros, los colonos blancos, llegaban de todos los confines del planeta al suelo americano con la intención de establecerse y fundar allí un país; dispuestos a cultivar la tierra, a trabajar duro, a crear riqueza y estabilidad, a levantar una nación; eran inmigrantes, hombres de paz y piadosos de Dios, que huían del hambre, la persecución, del Antiguo Régimen; eran, sin duda, rudos, tenaces, muchas veces brutales, también crueles, pero, ay, civilizados.
La civilización llegaba, pues, al salvaje Oeste en carretas conducidas por colonos, muchos de ellos muy puritanos, quienes tenían a Dios presente en todo momento, aunque se diría que Él se había olvidado anteriormente de ellos en otros lugares del planeta. Pues bien, allí, en aquellos parajes agrestes y violentos, hasta los predicadores llevaban pistola al cinto. Los pioneros formaban sus milicias al fundar una colonia y aprenden la lección de protegerse por sí mismos, aunque la lucha contra el indio era encomendada al Ejército de los Estados Unidos. Las tribus acosaban con tesón y furia al colono, al recién llegado, atentaban contra él y su familia, y en represalia y respuesta a sus incursiones violentas eran castigados por las tropas de la Caballería. Deben erigir fuertes (o levantar empalizadas o muros defensivos) con los que poder protegerse y contener los asaltos feroces de los indígenas. Al ser ocupadas sus tierras por el hombre blanco, aquéllos no tenían otro remedio que replegarse a la reserva, un precedente de los posteriores campos de refugiados (dígase territorio comanche o Gaza). De tanto en tanto, rompían los tratados de paz y realizaban incursiones de hostigamiento contra los emplazamientos y fuertes del colono y del soldado (antecedentes de la guerra de guerrillas, de los ataques terroristas, intifadas de piel roja). Fumaban la pipa de la paz con el hombre blanco. Mas los indios eran salvajes orgullosos, con muchos humos, fijados a su tierra, aunque sin ánimo de trabajarla; antes que nada, eran hombres de guerra: si no eran guerreros, no eran nada. Lanzaban flechas envenenadas y lanzas contra la Caballería (o piedras contra el Ejército regular, o se convierten en bombas humanas/inhumanas que aterrorizan y diezman a la población civil, a los colonos, a los ocupantes). Disparan contra el hombre blanco y tocan a la mujer blanca.
Los bravos guerreros no conocían otra realidad que no fuese la contienda, la caza, la violencia, el nomadismo y el honor. Su combate, el último combate, presenta todos los caracteres de una lucha heroica, una gesta loca y suicida, porque su mundo era, en verdad, un mundo perdido, una disputa perdida de antemano. Como acaso no podía ser de otro modo, esta épica del perdedor ha sido habitualmente contemplada con simpatía por la mirada romántica, novelesca y justiciera. Los niños de casi todo el mundo tienen, entre sus entretenimientos recreativos favoritos, el jugar a indios y vaqueros. Para el imaginario infantil, el asunto no tiene misterios: el hombre blanco es malo y el indio, bueno. La mayoría se pone en la piel del indio.
Confieso que el paralelismo que aquí propongo es audaz. Pero no se reconozca todo el mérito a mi sola contribución. Debo confesar que no soy el primero en apuntarlo. Ni el segundo. No sé, en verdad, el puesto que ocupo en este ranking de la osadía, pero sí me consta que tengo un notable precursor: Mark Twain. En su libro de viajes por Europa y Tierra Santa, Inocentes en el extranjero, escrito cuando era un joven periodista, el escritor americano escribe lo siguiente a poco de su llegada a Palestina:
«Había hombres morenos y lívidos, viejos y jóvenes. Algunos de los hombres eran altos y robustos (pues en ninguna parte se ven tipos tan espléndidos como aquí, en el Próximo Oriente), pero todas las mujeres y niños parecían tristes y ajados, desesperados de hambre. Me recordaban a muchos pieles-rojas. [...] Esa gente en torno nuestro tiene otras características que he notado también en los nobles pieles-rojas: están llenos de parásitos y la suciedad los cubre hasta formar una corteza.»
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Hay otras observancias y precedentes que mencionar y podrían ilustrar nuestro análisis. La mirada poética del mayor artista de la cinematografía que ha existido nunca, John Ford, unió en sus películas a la flor del lirismo, el cactus de la épica: el resultado artístico resultó glorioso; la reflexión moral, muy reveladora. Sus maravillosas películas dedicadas al western ofrecen un espectáculo de gran fuerza dramática y elevada sensibilidad, pero sobre todo formulan el gran drama del nacimiento de la nación americana en términos no de choque de civilizaciones sino de enfrentamiento de la civilización contra la barbarie. Incluso cuando filmaba las secuencias en que eran abatidos decenas de indios, Ford honraba y distinguía al piel roja; unos y otros sabían que el otoño cheyenne era irremediable. O se civilizaban y compartían las tierras con el hombre blanco o tenían que desaparecer: era un dilema trágico, como todos los que recogen la querella entre esas poderosas categorías. Civilización o barbarie; una contienda a vida o muerte.
En realidad, el conflicto también enfrentaba a los hombres blancos entre sí, porque la lucha entre civilización y barbarie no se limitaba a una discordia étnica. El hombre salvaje (blanco, negro o indio) que simboliza el pasado, que no es capaz de adaptarse a la llegada del telégrafo y el ferrocarril, al que se le escapa el tiempo de la modernidad, o lo deja marchar, sean Liberty Valance o Tom Doniphon (The man who shot Liberty Valance/El hombre que mató a Liberty Valance), sean el comanche Cicatriz o el vengativo rastreador Ethan Edwards (The Searchers/Centauros del Desierto), esa clase de hombres, los salvajes, blancos o pieles rojas, no tienen un lugar en la ancha pradera del futuro, en el nuevo mundo. Sí lo tienen, sin embargo, el abogado Ramsom Stoddard (James Steward), y, ay, los políticos del Congreso, pero también los periodistas, los granjeros, los comerciantes, el mestizo (Martin Pawley/Jeffrey Hunter de The Searchers/Centauros del Desierto) y el sargento negro, o sea, Sergeant Rutledge (Woody Strode).
En su despedida del género (Cheyenne Autumn / El gran combate), John Ford lleva el argumento a su extremo: en el éxodo cheyenne, con el combate definitivamente perdido, el jefe de la tribu Cuchillo Obtuso (Gilbert Roland) dispara contra su propio hijo, Casaca Roja (Sal Mineo), cuando al firmar el armisticio definitivo (la entrega de las armas, la rendición), éste se rebela contra la Autoridad Cheyenne, contra su propio padre y la palabra dada, pretendiendo continuar la guerra y la revuelta, poniendo así en peligro la paz pactada.
6
Algunos dicen que el conflicto del Cercano Oriente no acabará mientras Estados Unidos no deje de ayudar a Israel en su larga disputa con los palestinos, o cuando sea neutral. Pero, ¿cómo podría hacerlo, si en lo más profundo de su subconsciente, los estadounidenses se ven reflejados en la lucha de los nuevos colonos del Próximo Oriente, como ellos mismos libraron su último combate un día, allá en el lejano Oeste?
Más bien, diríamos, que el «problema palestino» no finalizará mientras se siga tomando como la Gran Coartada de los dirigentes políticos y religiosos musulmanes con la que impedir la modernización y la plena civilización de unos países en constante pie de guerra. Como se ha señalado con buen sentido, las naciones árabes vecinas de Israel pueden permitirse el lujo de perder guerras sucesivamente sin ver amenazada su existencia. Ha sucedido anteriormente y, si nada lo impide, seguirán por la misma ruta incendiaria. Este es el sueño de Arafat, y todo lo que simboliza. Veamos la situación en la casa de enfrente: «Una sola guerra perdida por Israel supondría su desaparición. Y la masiva matanza de sus pobladores.»
{8} ¿Se entiende ahora por qué algunos condenan la denominada «guerra preventiva» y qué es lo que en verdad ansían?
Existe quien nunca se da por vencido, porque ésa es su única razón de ser: lucha continua. Los fantasmas del pasado levantan el vuelo ensombreciendo el horizonte y pretendiendo impedir que los demás vean la luz. Se puede seguir engañando al pueblo palestino prometiéndoles El Paraíso o El Dorado y que siga sufriendo, mientras sus supuestos defensores sacan réditos y lo celebran, con o sin alcohol, en Ramala, Damasco, Riad o París. O se les puede invitar a que se desaten del garfio del pirata y se incorporen a la comunidad internacional de las sociedades libres y democráticas (lo que, por otra parte, la mayoría de palestinos está deseando) para vivir en paz con sus vecinos. Se le debe decir, en suma, la verdad. Eso le debemos.
«El pueblo palestino debería aceptar la realidad de que ha sido vencido en el mismo sentido en el que resultaron vencidos Alemania o Japón al término de la Segunda Guerra Mundial.»
{9}
La reflexión no proviene de Bush ni de Sharon ni de ningún intelectual judeomasónico. Viene de la mano del escritor español Luis Goytisolo, un autor, por lo general, muy mesurado y penetrante, como queda patente también en esta ocasión. Un escritor que, por cierto, demuestra con sus palabras que no es don Juan el único goytisolo que cuenta, ni moro todo lo que reluce.


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Notas
{1} Sin duda, podrá disponerse de muchos datos más actuales sobre el particular, no sé si más exactos. Los que aquí aportó han sido extraídos del diario El País, 8 de mayo de 2002 y 18 de septiembre de 2003. Asimismo, podemos añadir ahora otra noticia sobre el particular. El diario británico The Daily Telegraph ha hecho públicos los resultados de una investigación auspiciada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) sobre la gestión de los fondos de la ANP durante el periodo 1995 y 2000. De ellos se ha sabido que 810 millones de euros de las cuentas de la organización palestina han sido desviados a una cuenta privada en Suiza controlada directamente por el «Presidente Arafat». Para más información: IMF says £560m was diverted to Arafat account, The Daily Telegraph, 26 de septiembre de 2003.
{2} Un detalle de esta cuestión puede encontrarse en El País, 9 de septiembre de 2002.
{3} Muchos de estos datos es posible cotejarlos acudiendo a El País, 4 de julio de 2002.
{4} Véase ABC, 13 de septiembre de 203.
{5} Esta tendencia característica de la comunidad musulmana de encerrarse en sí misma (tanto para atacarse entre sí como para protegerse) no se observa sólo en el caso palestino, sino allí donde se encuentran, fuera o dentro del Islam. Para una aproximación sobre el efecto de esta clase de actitudes en España, puede leerse el reciente artículo de César Vidal «No podemos entenderlos» publicado en el diario madrileño La Razón.
{6} Y no insistimos en pedir a los nacionalistas palestinos su respeto a la democracia liberal, porque ni siquiera podríamos esperarlo de los nacionalistas de países de tradición democrática, como los nacionalistas catalanes en España, quienes parecen no acomodarse a dicho principio. Léase si no las declaraciones de la consejera de Educación de la Generalidad de Cataluña, en las que justifica su rechazo a la Ley de Calidad de la Enseñanza, promulgada por el Gobierno de la Nación, y su negativa a la aplicación de la Ley en la comunidad autónoma, porque ello obligaría al Gobierno catalán a aplicar un sistema educativo «ultraliberal, basado en la meritocracia», el cual, según sostiene la máxima autoridad en asuntos de Educación en Cataluña, «no es el adecuado para la sociedad catalana.» (ABC, 16/9/2003).
{7} Mark Twain, Inocentes en el extranjero, Ediciones del Azar, Barcelona, 2001, p. 290.
{8} Gabriel Albiac, «Elogio del muro», en El Mundo, 4 de agosto de 2003.
{9} Luis Goytisolo, «La opinión establecida como petición de principio», en El País, 5 de julio de 2003.

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