La opción histórica de Israel
Azmi Bishara
Al Ahram Weekly
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
(Episodio I)
A nivel regional, los sucesos de los últimos años sugieren un cambio cualitativo en la causa palestina. Ningún analista u observador erraría si llegara a establecer una semejanza entre el actual contexto regional “árabe-israelí” y los estados cruzados que aparecieron en la región árabe en la Edad Media.
Israel no tiene intención alguna de llegar a una paz justa con los pueblos árabe y palestino. Por paz justa quiero significar alguna de entre dos posibles soluciones. La primera sería la solución de un único estado, en el cual judíos y árabes coexistirían en un estado laico democrático que se asimilaría de forma natural en la región. La segunda sería la solución de los dos estados, que garantizaría el derecho al retorno de los refugiados palestinos. Pero Israel ha optado por una tercera opción en la que los árabes no tengan nada que ver. Su modelo es el estado cruzado.
Los tratados, acuerdos y formas de cooperación de seguridad que Israel mantiene con los regímenes árabes no chocan ni debilitan este modelo. Después de todo, los cuatro reinos cruzados no lograron sobrevivir sólo a base del coraje de caballeros valerosos y castillos inexpugnables: durante 190 años se dedicaron a apuntalarse mediante una combinación de fortificaciones, destreza militar y pactos y tratados con los diversos príncipes y sultanes árabes, ayubidas y mamelucos. Aquellos pactos fueron posibles porque los estados cruzados lograron capitalizar las rivalidades entre los gobernantes locales. Pero esos pactos y tratados no evolucionaron hacia la paz. Los pueblos de la región no llegaron a aceptar nunca la existencia de los estados cruzados. Se mantuvieron como un implante ajeno, cultural y políticamente, y la prueba de la legitimidad de los dirigentes islámicos y árabes descansaba en su capacidad para crear los mecanismos que sostuvieran la lucha contra ellos. No importa cuán hábilmente llegaron a combinar los acuerdos diplomáticos con asesinatos y genocidio, los estados cruzados acabaron desapareciendo.
Merece la pena mencionar que la palabra cruzado sólo se extendió por Europa varios siglos más tarde gracias a los historiadores europeos del siglo XVII. Los árabes se referían a ellos como los franj, o francos, un término que no implicaba calificación religiosa ni hostilidad contra la ortodoxia oriental o el catolicismo occidental.
En las tres próximas semanas, consideraré las opciones que Israel ha rechazado y la única que parece haber cuajado.
El modelo del estado cruzado es un modelo de estado colonial extranjero que se establece por la fuerza y sobrevive a base de espada, treguas y tratados temporales y de explotar la discordia entre sus vecinos. No busca, en modo alguno, legitimarse insertándose en su entorno y por eso termina siendo inaceptable.
En otros lugares, siempre se consideraron el colonialismo y la liberación de los pueblos bajo ocupación como un problema cuya solución descansaba en el fin de la colonización. Sin embargo, cuando se trata de Palestina, las percepciones acerca de cualquier acuerdo se describen como una serie de proyectos que tratan de resolver un dilema insoluble, el dilema que representa la causa palestina. Hay una razón para todo esto. Sirve para distinguir el caso palestino de todas las demás causas de liberación nacional, ofuscándolo y confundiéndolo con cuestiones tales como las disputas fronterizas, la discriminación religiosa y la cuestión judía. Esta complejidad artificial es lo que excluyó del proceso de descolonización a Palestina. También se convirtió en un obstáculo para una solución duradera: la misma complejidad a la que actualmente se acude para impedir que se pueda llegar a soluciones viables, llevará finalmente a los árabes a rechazar, de una vez y por todas, la posibilidad de reconocer la legitimidad de Israel, adhiriéndose a un concepto de conflicto permanente.
La cultura anti-colonialista se fundó sobre la premisa de que el deber de un pueblo bajo ocupación es resistir y persistir en la resistencia hasta que la potencia colonial no pueda mantener los costes de la ocupación. Mientras esta cultura prevaleció, fue imposible contemplar la liberación de Palestina como país árabe fuera del contexto de una ecuación que podría resumirse como colonialismo versus nacionalismo árabe. Se entendía la liberación como una misión que caía sobre los hombros no sólo de los palestinos sino de todos los pueblos árabes. Era su deber resistir a la ocupación extranjera de cualquier rincón de la nación árabe. Desde esa perspectiva, la batalla por Palestina no era sólo otra causa árabe, ni siquiera parte de la gran causa árabe. Llegó a simbolizar esa causa, tipificando toda la gama de preocupaciones nacionales árabes: partición, dependencia, dominación exterior, falta de cohesión inter-árabe, legitimidad de los regímenes árabes, etc. Los árabes simpatizaban con los palestinos a nivel humanitario y declaraban su solidaridad con ellos, pero a nivel político no se planteó la cuestión de la solidaridad. La batalla era una y la misma para todos.
La batalla contra el sionismo e Israel se convirtió en la preocupación árabe por excelencia. Sacarla de su contexto árabe es permitir que se vea reducida a una disputa israelo-palestina, a una riña insignificante de fronteras cuyo resultado vendrá determinado por el equilibrio de poder que prevalezca entre las dos partes, sacando a los árabes de la ecuación.
Después de la Guerra de 1967, que es lo mismo que decir tras la derrota de la tendencia nacionalista árabe que detentaba el poder en los países árabes de primera línea, esa es la dirección que los acontecimientos empiezan a tomar. Dentro del liderazgo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) surgió una clase socio-política que puso énfasis creciente en la realización de la estatalidad y en su propia transformación en otro régimen árabe. Tras la guerra, con el nacionalismo árabe en retroceso, especialmente en Egipto, ese deseo coincidiría con los deseos de una parte importante del orden árabe oficial. El régimen egipcio, que en su fase nacionalista árabe había sido el principal patrocinador del nacimiento de la fórmula de la OLP, decidió ahora amputar sus lazos árabes hasta que el conflicto con Israel se decantó a favor de buscar un acuerdo político. La paz separada de Egipto con Israel fue parte de un acuerdo global que incluía la reestructuración económica y una alianza con los Estados Unidos.
La ruptura de Egipto con los árabes empezó con su desenganche de la causa palestina. En la cumbre de Rabat, cuando Egipto declaró su apoyo a la OLP (en contra de Jordania) como la “única y legítima representante del pueblo palestino” y, posteriormente, por la “independencia de la voluntad palestina” (en contra de Siria) se comprometió, en efecto, a terminar con la conexión de Egipto con el conflicto árabe-israelí. Fue llevando todo eso a cabo a la vez que cambiaba las premisas, convirtiendo la causa de Palestina en la causa de los palestinos.
Esta tendencia coincidió con las aspiraciones de una nueva clase de dirigentes de la OLP: Se puede encontrar un ejemplo concreto en la insistencia de Yaser Arafat en separar, en Washington, a los equipos negociadores palestinos y jordanos. ¿Cuál fue el resultado? Un tratado de paz separado jordano-israelí y un confuso y errático proceso de paz que no estaba regulado por ningún principio entre Israel y el liderazgo de la OLP; un proceso que sigue sin progresar década y media después del tratado jordano-israelí.
Estos desarrollos ayudan a explicar por qué el orden oficial árabe contempla ahora como un problema palestino el asedio contra los palestinos y los brutales bombardeos israelíes contra una sociedad prisionera en Gaza y por qué ese orden está dividido entre los que siguen siendo solidarios con los palestinos y los que les culpan por exponerse a la ira de Israel. Tal es la necesidad de establecer una posición tan impopular como ésta que los sentimientos patrióticos en Egipto se están canalizando desde la natural inclinación a situarse al lado de los palestinos, y en contra de Israel, hasta el miedo a una “invasión palestina”.
La decisión de abandonar la causa palestina es consecuencia de la convergencia entre dos tipos de percepciones o actitudes. La primera es que los regímenes árabes consideran que forma parte de sus propios intereses, y de los intereses de sus países, alejarse de cualquier concepto de árabes como entidad política que tienen un conjunto fundamental de intereses comunes en cuanto a la seguridad nacional y a las cuestiones políticas, económicas y estratégicas. La segunda es que creen que también al movimiento de liberación palestina le interesa convertirse en otro régimen árabe que haga lo mismo que ellos.
Los regimenes árabes valoraron positivamente la mutación de la OLP en la Autoridad Palestina porque esto satisfacía su necesidad entregar “la causa” a un régimen palestino que aparentara ser el “único representante” del pueblo palestino y expresara su “voluntad de independencia”. De esa forma, Palestina se transformó de una tierra árabe ocupada en una entidad que podría regatear con Israel sobre las fronteras de un hipotético estado palestino. La “causa palestina” se convirtió no sólo en la causa de los palestinos, sino que se redujo aún más hasta ser únicamente la causa de aquellos palestinos que viven en Cisjordania y Gaza. La lucha por la unidad y la liberación árabe cogió un desvío a fin de crear otra entidad política árabe. El conflicto con el sionismo y sus implicaciones para la región se redujo a una mera disputa fronteriza.
En lugar de una lucha por la liberación, nos encontramos con una búsqueda de soluciones que producían un proceso de negociación entre ocupante y ocupados diseñado para eludir lo que debería haber sido la única cuestión sobre la mesa, i.e., el fin de la ocupación. Las negociaciones continuaron con un proceso político en el que las soluciones y remedios se someten al equilibrio de poderes prevaleciente, a la vez que la elite política del pueblo bajo ocupación se ve chantajeada por el hecho de que la comunidad internacional tiene que seguir considerándola aceptable.
Junto a este telón de fondo, la retórica política y la de los medios de comunicación en el mundo árabe han retrocedido a términos tales como “legitimidad internacional” y “comunidad internacional”. Desgraciadamente, esos no son sino mundos hipotéticos, mundos alejados del real, que ha sido abandonado: la lucha árabe/palestina por la liberación contra Israel, el sionismo y el colonialismo occidental.
La comunidad internacional no es más que un ente mítico. Es un término inventado especialmente para los objetivos de llamamiento y persuasión; en la práctica significa el actual equilibrio de poderes internacionales fuertemente inclinados a favor de EEUU.
La solución negociada de los dos estados, o de los dos estados que supuestamente deben resultar de las negociaciones, es producto de la actual búsqueda de soluciones ante un dilema “inabordable”. La ironía es que ese propio contexto, que llevó al orden oficial árabe y a la OLP a aceptar la noción de solución de dos estados que por definición pone en peligro el derecho palestino al retorno, es el mismo contexto que llevó al orden árabe a aceptar el equilibrio de poderes como único árbitro, y a agregarse al lote de la estrategia estadounidense. Esto es lo que ha permitido que Israel pudiera desecar de todo contenido hasta la solución de los dos estados, rechazando retirarse de la Jerusalén ocupada, negándose a volver a las fronteras de 1967 y conservando sus asentamientos en Cisjordania.
La solución de los dos estados, vaciada de contenido, es la única solución a la que pueden llegar las negociaciones en las circunstancias actuales en esta etapa en que las “dos partes” no van a entrar nunca a considerar la solución de un único estado, y mucho menos van a permitir que aparezca sobre la mesa de negociaciones. Rechazar la solución de los dos estados es rechazar la única solución que, por el momento, podría formar la base de una coexistencia pacífica en la región árabe. No es una solución muy justa, pero sería unánimemente aceptada por los árabes si cumpliera unas demandas mínimas, i.e., la devolución de Jerusalén, la vuelta de Israel a sus fronteras de 1967 y el reconocimiento del derecho palestino al retorno. Pero Israel ha rechazado ya esta posibilidad y su objetivo actual es colocar una solución que esté completamente fuera de cualquier alcance en el futuro.
Separación o Unidad
(Episodio II)
Las negociaciones sobre la “solución de los dos estados” han quedado ya invalidadas por carecer absolutamente de contenido. El movimiento para la liberación nacional de Palestina ha perdido toda la fuerza de sus orígenes como movimiento de liberación, incluida su capacidad para contar con la comunidad árabe en vez de con la “comunidad internacional”. Antes de devenir en estado y asegurarse una soberanía nacional, ha perdido y desaprovechado la fuerza de sus orígenes. Se convirtió en la Autoridad Palestina, una entidad totalmente dependiente de las negociaciones, de las buenas intenciones de EEUU y de Israel, de la opinión pública israelí y de otros factores. Las negociaciones sobre el estado palestino quedaron reducidas a un proceso de chantaje en el cual se pedían y ofrecían concesiones mientras se canjeaban derechos fundamentales.
A partir de la actitud que considera que las negociaciones son una alternativa a la resistencia, algo opuesto a la culminación de la resistencia, nació un nuevo liderazgo palestino, un liderazgo tan atado al proceso de negociación que ha pasado a depender existencialmente de él. Israel lo sabe; nosotros lo sabemos. Además, lo más esencial en ese proceso es que se ha agotado el concepto de negociación y ha sido reemplazado por las limosnas israelíes y por los indicios de buenas intenciones que este liderazgo necesita a cambio de asediar, cazar y asesinar a las fuerzas palestinas que han escogido y se han adherido a la senda de la resistencia.
Como consecuencia, todos aquellos derechos que se daban por sentados bajo la ocupación, tales como la electricidad, el agua, la libertad de movimiento, el empleo, los alimentos y las medicinas, se han convertido en aspectos mismos del proceso de negociación. Han devenido premios exhibidos frente a aquellas fuerzas que “provocan” o “molestan” a Israel, “exponiéndose ellos mismos y exponiendo a su pueblo al bloqueo” por su negativa a abandonar la resistencia, privando así a su sociedad de aquellos “grandes logros” que, en realidad, la ocupación tenía, y tiene, la responsabilidad legal de proporcionar.
En la fase de la lucha por la liberación nacional, a los palestinos que se ofrecían como intermediarios ante la ocupación para asuntos de permisos de trabajo y viaje, distribución de electricidad o suministros de fuel se les consideraba como agentes de esa ocupación. Porque se estimaba que se estaban prestando a la estrategia israelí de crear un liderazgo palestino alternativo a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que en su día fue considerada como el liderazgo de la resistencia nacional al negarse a aceptar como solución una mera serie de servicios e insistir en poner fin a la ocupación. En la actual fase de negociación para la creación de un estado, se ha convertido el suministro de servicios fundamentales en un instrumento israelo-palestino para premiar a unos dirigentes moderados que se merecen esos servicios, castigando al liderazgo extremista al impedir que esos servicios lleguen a los palestinos, obligándoles así a volverse contra esos dirigentes que se han adherido a la vía de la resistencia.
Sin embargo, mientras el componente estatal palestino de la “solución de los dos Estados” va siendo vaciado de todo contenido, el frente de la resistencia palestina, integrado actualmente de forma mayoritaria por fuerzas –como Hamas y la Yihad palestina- que comulgan con una ideología islamista, no parece inclinarse hacia una alternativa democrática que ofrezca una opción a los israelíes como la de “la solución de un único estado”. La idea de un estado único democrático para todos sus ciudadanos, árabes y judíos por igual, no ha sido nunca considerada de forma seria y práctica en la historia de la lucha. Los árabes, con toda razón, consideraron el sionismo como un movimiento colonial y vieron a los sionistas, que no eran habitantes indígenas de Palestina, como colonizadores dispuestos a conseguir el objetivo de encontrar un estado sobre una tierra que pertenecía a otro pueblo. La Declaración Balfour no constituyó ningún secreto y, para que todos pudieran oírlo, el proyecto sionista de crear un estado judío en Palestina se gritó a los cuatro vientos.
También hubo algunos problemas conceptuales prácticos. En la práctica, el sionismo implicaba, e implica, atraer a tantos “pioneros” como fuera posible para asentarles en Palestina: nunca estuvieron claros los límites de quién establecería el derecho de ciudadanía en un estado único. La igualdad entre la ciudadanía es la base y esencia de la idea de co-existencia en un estado único no dominado por la ideología sionista. Es también el mensaje que los árabes enviarían para ofrecer a la sociedad judía una alternativa al concepto de estado judío, constituyendo esta alternativa la posibilidad de legitimar la presencia de esa sociedad en Palestina sobre la base del principio de ciudadanía.
Este es el mensaje de la co-existencia; es la antítesis de genocidio, expulsión, o de “lanzar a los judíos al mar” (esa famosa cita con la que no para de dar la tabarra la propaganda sionista –su gran invento- cuando, en realidad, es Israel quien lanzó y lanza a los palestinos al mar y al desierto). Pero, para los árabes, intentar precisar una fecha o límite específico después del cual los inmigrantes no fueran considerados residentes legítimos es no sólo poco realista sino una forma inaceptable, y por tanto absurda, de definir los límites de la ciudadanía.
Por otra parte, y más importante, el movimiento sionista, como solución a la cuestión judía, insistió siempre en la estructura de un estado judío en Palestina. Así fue como el sionismo definió históricamente su existencia. Su bandera y objetivo último eran la creación de un estado judío entre la opinión judía de la Diáspora mediante las campañas para conseguir el apoyo de las Grandes Potencias, obtener la Declaración Balfour y propiciar la llegada de los colonos. Se intentó que ese proyecto de estado surgiera de entre las ruinas de la sociedad árabe palestina y jamás se imaginó una existencia junto a los árabes en una única entidad política.
Pero hubo una notable excepción que resultó efímera: el llamamiento de Hashomer Hatzair (la Joven Guardia) a un estado bi-nacional. Sin embargo, debe considerarse esa posición con el telón de fondo de las actividades del movimiento de los colonos en los años de la década de 1930 y con la forma en que todo esto entró en conflicto con los derechos e intereses de la población indígena.
Es una insensatez pensar que algún tipo de sionismo, el de Israel o el de cualquiera de sus partidos políticos, o incluso de sus componentes sociales más importantes, aceptaría ahora la idea de un único estado democrático como marco de solución. Simplemente no es materia de negociación en el contexto de los actuales equilibrios de poder y en el sentido en que se entiende estos días la palabra “solución”. Cuando Fatah empezó a sugerir la idea durante un breve espacio de tiempo, por ejemplo, en la década de 1970, Israel lo interpretó como sinónimo de “la destrucción de Israel”. La OLP también había propuesto la solución de un único estado, expuesta en la fórmula de “un estado democrático laico en el cual se garantizaría la igualdad de derechos para todos sus habitantes: musulmanes, cristianos y judíos”. La OLP abordó así en el estado la cuestión de las afiliaciones religiosas sin adentrarse en el tema de la identidad nacional. Sin embargo, no sugirió ningún mecanismo para transformar la idea en un programa político desarrollado a través de esfuerzos conjuntos judíos y árabes, por ejemplo, mediante la liberación de la Palestina árabe. En todos los acontecimientos, la idea no se mantuvo a flote durante mucho tiempo.
El estado único democrático es diferente de la solución de un estado bi-nacional que actualmente airean algunos intelectuales árabes y judíos y, como se señaló antes, fue propuesto en primer lugar por el movimiento del socialista Hashomer Hatzair en los años treinta. La diferencia es que esta idea reconoce la existencia de dos grupos nacionales en Palestina, cada uno de los cuales formaría una entidad distinta dentro de un estado único. De ese modo se satisface la demanda de cada grupo de expresión nacional, pero dentro de los límites de un estado único que les reconoce a ambos. Históricamente, Hashomer Harzair abandonó enseguida esta idea y nunca más volvió a recordarla de nuevo. Tanto palestinos como sionistas la rechazaron, aunque tuvo algún débil eco por aquí y por allá, en los pasillos de la Universidad Hebrea y, antes de 1948, entre algunos importantes aunque escasos intelectuales judíos en el marco del movimiento Brit Shalom.
El modelo bi-nacional, que reconoce la existencia de dos identidades nacionales, una indígena, la otra exógena, está más cercano a la realidad palestina que el modelo sudafricano. En la nueva Sudáfrica, según se reconstruyó tras el colapso del apartheid, se ignoró el concepto de las nacionalidades a favor del concepto de una pluralidad étnica, religiosa, lingüística y cultural dentro del marco de un único estado de ciudadanos. Expresado de otra manera, el proceso de reconstrucción de la identidad nacional en Sudáfrica (como opuesto, por ejemplo, al modelo francés) reconoce abiertamente varias afiliaciones étnicas, tribales, lingüísticas y culturales, pero no es una estructura multinacional.
Pero incluso aunque la solución binacional esté más próxima a la realidad en Palestina porque reconoce la dicotomía indígena/exógena (a diferencia de los modelos de inmigrantes de EEUU, Australia y Nueva Zelanda, en los cuales la nacionalidad se define por la ciudadanía sin referencia alguna a la etnia ni a expresiones sobre diversas nacionalidades), no tiene más oportunidades de ser tenida en cuenta a nivel diplomático que la solución de un estado único democrático. No sólo trabaja contra ella el equilibrio actual de poderes en Palestina, la actual dirección del movimiento nacional palestino también sigue por ese sendero. En Sudáfrica, el movimiento de liberación nacional, según lo encarnó el Congreso Nacional Africano, propugnó activamente que la liberación nacional se decantara por la búsqueda de un estado único multicultural basado en el concepto de igualdad de ciudadanía. A finales de la década de los setenta, el movimiento de liberación nacional palestino había puesto sus miras en la creación de un estado palestino separado.
Por este motivo, la primera y segunda Intifadas en Cisjordania y Gaza trataron de evitar, en vez de propiciar, la unidad con el resto de Palestina. También debido a esto, el mapa político actual de Palestina puede dividirse en función de muchas cuestiones pero sigue aún inclinándose hacia la creación de un estado palestino separado. No obstante, que esto sea así no significa que no deba ser tomado en serio el hecho de que algunos intelectuales palestinos de pensamiento democrático hayan empezado recientemente a apoyar la opción de un estado democrático único; en efecto, hay muchas razones para que este concepto se discuta seriamente. No creo que, desde el punto de vista palestino, haya grandes obstáculos estructurales o ideológicos ante esta solución. Va también en interés del pueblo palestino propugnar un programa democrático que incluya el derecho al retorno, insista en ciertos derechos inalienables y dé a los judíos en Israel un motivo razonable para propugnar también esta solución. Si los palestinos la adoptan, entonces no puede haber ningún obstáculo árabe serio a la misma.
Sin embargo, no tiene mucho sentido confiar en que amplios segmentos de la sociedad israelí cambien su punto de vista ante esta posición. Ningún pueblo quiere renunciar voluntariamente a sus privilegios, y para los judíos eso es lo que significaría la solución de un estado único, en mayor medida en la fórmula de un estado laico de ciudadanos que en la fórmula federal bi-nacional. Hay, por tanto, muy pocas perspectivas de que aumente un movimiento socio-político en Israel que defienda una solución que entre en conflicto con el concepto de estado judío. Lo más que puede uno escuchar en la izquierda sionista es un llamamiento a hacer un estado palestino separado en Cisjordania y Gaza. El derecho palestino al retorno sigue rechazándose totalmente.
El problema es que todos los que han empezado recientemente a propugnar la “solución de un estado único” lo han hecho desde la convicción de que no hay esperanza para la “solución de los dos estados” (basada en las fronteras anteriores a junio de 1967 y al principio del derecho al retorno), no porque hayan percibido que la solución de un único estado pueda tener éxito.
Por más que yo crea que la solución de un estado único es la mejor en cuanto que facilita las condiciones para el logro y cumplimiento de los derechos palestinos y hace llegar a la sociedad israelí un mensaje democrático, no tiene ni la más remota posibilidad en el lenguaje que actualmente predomina ni ante las posibles perspectivas de soluciones negociadas. Esto se debe fundamentalmente a que Israel rechaza contemplar siquiera la idea y porque no hay una sola fuerza política israelí capaz de situarla como cuestión seria en la agenda pública, a menos, desde luego, que el objetivo sea ahuyentar a la opinión pública para perpetuar una hegemonía total sobre los palestinos. Es más, así es cómo se ha expuesto la idea de un único estado en Israel hasta el momento: negativamente, como medio para intimidar a la opinión pública y que esté de acuerdo en soltar las zonas palestinas densamente pobladas, como en el caso de Gaza. Además, es con esta idea, mediante el miedo a que esas realidades puedan desarrollarse de forma que pudieran propulsarse hacia la “solución de un estado único”, con la que Israel ha empezado a acercarse a la “solución de los dos Estados”.
Desgraciadamente, la fórmula que en la actualidad está proponiendo Israel a este respecto, a partir de las “visiones” de Bush y Sharon, tiene poco que ver con la creación de dos estados soberanos viviendo uno junto al otro, lo que demuestra vigorosamente la inutilidad de la solución de los dos estados. Peor aún, la elite palestina nacida del “proceso de paz”, junto con los regímenes árabes que están deseando que toda esta carga quede atrás, están ayudando a Israel a vender la retórica y a ponerla en escena para que aparezca como si la creación de un estado palestino dentro del marco de una solución de dos estados fuera algo que se viera venir. Por eso, por ahora y en un futuro próximo, seguiremos oyendo mucho más sobre “canje de tierra” (sin Jerusalén), “reconocimiento del derecho al retorno” sin el ejercicio de este derecho, creación de una entidad sin soberanía completa pero denominada estado, y otros ardides y eufemismos de ese estilo, de todo lo cual parece haber una oferta sin fin.
¿Podría un acuerdo tal traer la paz, aunque no sea un paz justa? En el tercer episodio se intentará ofrecer una respuesta a esta cuestión.
Qué debemos hacer
(Episodio III)
Las confusas negociaciones entre la Autoridad Palestina (encabezadas por la Organización para la Liberación de Palestina) e Israel pueden finalmente producir un acuerdo que lleve a la creación de un estado palestino. Quizá, incluso ahora, esté en marcha un intenso y secreto proceso negociador paralelo, impermeable a las reacciones de la derecha israelí o de la opinión pública árabe. Quizá también, las negociaciones sean mucho más profundas y vayan más allá de la impresión que los medios están dando. Cualquiera que sea el caso, los políticos israelíes y estadounidenses creen claramente que la creación de un estado palestino es todo lo que se necesita para llevar la paz a la región, sin importar las condiciones que los palestinos van a encontrar en ese nuevo estado, que no se va a poder extender hasta las fronteras de 1967, que no va a tener a Jerusalén Este como capital y donde los refugiados palestinos van a tener que renunciar al derecho al retorno. Israel y la administración Bush han trabajado duro para encajar la demanda palestina de estatalidad en un paquete que corta, recorta y elimina esencialmente todos los derechos nacionales palestinos.
Es útil que consideremos aquí por qué Yaser Arafat rechazó una oferta similar en Camp David. Su rechazo tuvo menos que ver con su compromiso con unos “principios determinados” que con su comprensión de cómo esa solución iba a caer en la opinión árabe y palestina: no hubiera tenido legitimidad. Todo eso ocurrió después de la guerra para liberar Kuwait, tras la reducción de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) a una burocracia en Túnez que siguió al éxodo de Beirut de la OLP, después del colapso de la Unión Soviética y después de que la Intifada hubo llegado a un punto muerto. Pero Arafat continuó rechazando la oferta aún convertido en rehén del asedio israelí en sus cuarteles en Ramala. Pagó el precio por su rechazo. En la procesión-funeral oficial árabe por Arafat, y entre un segmento considerable de su círculo interno, uno podía sentir los suspiros de alivio. Se habían librado del hombre que había obstruido las ruedas del mismo proceso que había puesto en marcha y que de nuevo empezó a rodar tras su muerte.
Incluso aunque las negociaciones no produzcan ningún acuerdo, no deberíamos descartar la posibilidad de un documento de principios sobre el acuerdo final, un documento similar en espíritu a la “oferta” que Arafat rechazó y que Olmert utilizaría como base para una campaña electoral y Mahmud Abbas para un referéndum. Por otra parte, si las negociaciones no producen acuerdo, parece bastante evidente el efecto que se produciría en los escenarios árabe y palestino. Ganará fuerza y velocidad el frente que rechaza un acuerdo y opta por mantener la resistencia, aunque algunos dirigentes persistan durante años con el “proceso de paz”. Por otra parte, si llegara a alcanzarse un acuerdo como el descrito anteriormente, eso no significaría que la lucha nacional ha llegado a su final. Ese acuerdo no es una fórmula para un auténtica “solución con dos estados” que tenga algo de legitimidad. Incluso si lo que se nos está vendiendo actualmente como solución de dos estados satisface a algunos dirigentes árabes, que están listos para alinearse con cualquiera que sea lo que los dirigentes de la Autoridad Palestina acepten porque están deseando deshacerse de la carga de la causa palestina, no se van a encontrar con la aceptación popular porque dicha solución supone una justicia totalmente injusta y una compensación completamente inadecuada frente a la injusticia cometida contra el pueblo palestino.
Algunos pueden objetar que todo esto es muy vago y abstracto. Sin embargo, el hecho real es que la formula propuesta pasa por alto preocupaciones tan tangibles como la causa de los refugiados, que representa las raíces mismas y el corazón del problema y por tanto implica un peso moral y cualitativo considerable, ya que se refiere al sufrimiento actual de millones de personas. El acuerdo propuesto ofrece a todas esas personas nada más que la posibilidad de cambiar su estatuto de “refugiados” por el de sujeto exterior o extranjero. Tampoco, cuando se alcance, Israel va a dejar a Jerusalén tranquila. Muy al contrario, seguirá hurgando en la herida a través de una continua judaización y apropiación de la tierra y los lugares santos de esa ciudad. Israel intensificará también su propósito de judaizar el estado y ser aún más autoritario y arrogante en sus relaciones con sus ciudadanos árabes, que se verán forzados a elegir entre una lealtad total hacia Israel, incluyendo el servicio militar y restricciones en sus derechos civiles, o el exilio. Para aquellos que insistan en expresar su identidad nacional dentro de Israel, Israel les informará que esa identidad ya se ha manifestado suficientemente en la entidad palestina de la puerta de al lado.
Y por encima de todo esto, seguirá el conflicto entre la necesidad de desarrollar, modernizar y construir el ejército del estado palestino, y el miedo perpetuo que invade a Israel en su evolución como tal estado, al ser un ente ajeno en su entorno regional. También continuará el conflicto entre Israel y la democratización del mundo árabe, porque teme la disposición y las vicisitudes que puede atravesar la mayoría de la opinión pública árabe.
Si el pueblo palestino se pone de acuerdo en una solución, sería suficiente con situar en el nivel regional cualquier cuestión referente a su legitimidad. El problema que presenta la propuesta que hay a la vista es que está siendo impulsada mediante una alianza exterior con una facción palestina contra otra facción palestina, una de las cuales barrió a la otra en las últimas elecciones legislativas. Mientras tanto, para los palestinos de la Diáspora, es automáticamente impensable una solución que por definición excluya a los refugiados. La solución, por tanto, no tiene base de legitimidad entre el pueblo palestino. Pero, para agravar el problema, se ha convertido en causa de feroz lucha interna, con el resultado de que parte del proceso de maduración de la solución consiste en bombardear y matar de hambre a una parte del pueblo palestino para que doblen la rodilla y acepten lo inevitable. Esto no proporciona un símbolo de legitimidad.
A nivel regional, el acuerdo está abriéndose paso contra el telón de fondo de la hegemonía estadounidense y la coalescencia de dos alianzas regionales antagónicas, una de las cuales blasonará la injusticia de este tipo de acuerdo como bandera en sus batallas. Se está impulsando el acuerdo sin tener en cuenta la repugnancia del público árabe hacia el actual proceso de paz, ni su convicción de que Israel no está interesado en una paz justa y su rechazo a los privilegios internacionales de Israel. Si las premisas del público árabe son correctas o no, los regímenes árabes tienen una gran medida de responsabilidad en su situación actual frente a ese acuerdo de solución, la alianza israelo-estadounidense y el doble rasero internacional en todo lo que se refiere a Israel. Ni el acuerdo ni el proceso que lleva a él es legítimo a los ojos de la gente. Además, la brutalidad que Israel ha desplegado para apartar al pueblo palestino de la resistencia y obligarle a arrodillarse ante las condiciones israelíes ha alimentado el rencor popular e impulsado la tendencia de lanzar acusaciones de traición contra las partes árabes que se han prestado a ese proceso de acuerdo.
Es verdad, el pueblo árabe, por lo general, tiene poco qué hacer con sus regímenes actuales. Pero sienten repulsión ante la vista de las partes árabes conspirando junto a Israel contra los resultados de las elecciones palestinas, inmersas actualmente en negociaciones con Israel mientras Israel impone bloqueos y bombardea civiles en medio del mundo árabe. Ni se dejan engañar por la objeción de “la construcción de asentamientos israelíes es un obstáculo para la paz”, que la gente considera nada más que un órdago para poder seguir en el juego de las negociaciones, a pesar de la construcción actual de asentamientos y a pesar del desprecio que esa actitud muestra hacia la opinión pública árabe por parte de gobiernos árabes que podrían hacer muchísimo más de lo que hacen.
Israel ha rechazado todo lo que segmentos amplios del pueblo árabe y palestino consideran legítimas soluciones. Ha optado, por tanto, por el conflicto permanente a pesar de cualquier acuerdo al que pueda llegar fuera del marco de una paz justa y duradera. El conflicto continuará, aunque consiga el tipo de acuerdo que tiene in mente.
La región árabe se encontró con situaciones muy similares en el pasado. Tomó la forma de estado cruzado que también vivió en conflicto permanente con su entorno. No voy a enumerar las similitudes, porque no viene ahora al caso. Baste con decir que, a pesar de los obviamente diferentes contextos históricos, el estado cruzado contrajo numerosos pactos y alianzas con los gobernantes árabe contra otros gobernantes árabes, y no es difícil identificar los paralelos actuales. Podemos también señalar el incendio de la Iglesia de la Resurrección como medio de encender la chispa del enfrentamiento en los días de la locura de Al-Hakim bi Amr Allah, y podemos fácilmente hoy nombrar a dirigentes igualmente desequilibrados con actuaciones parecidas. Podríamos incluso mencionar el papel que los principados del norte jugaron al facilitar el paso de los ejércitos cruzados desde Antioquia a Jerusalén, o cómo se utilizó la religión para estimular y movilizar ejércitos e incluso definir las identidades de quienes emprendían las campañas y de quienes les resistían
Efectivamente, podríamos ofrecer varias similitudes así, pero cada vez que lo hiciéramos nos toparíamos con alguien que rebatiría –correctamente- que el actual orden internacional es completamente diferente del que prevalecía en los días de los caballeros cruzados y los principados árabes. No hay duda de que la permanencia y estabilidad del estado moderno árabe y judío es de una calidad radicalmente diferente; el papel de la religión no es el mismo hoy que lo era entonces, y la relación entre Israel y Occidente es mucho más profunda y más inmediata que la existente entre el estado cruzado y Europa. La caída de Jerusalén en manos cruzadas tuvo lugar diez días antes de que muriera el entonces papa reinante, pero las noticias no llegaron a Roma hasta después de su muerte. La comparación estalla también frente a la inmensa brecha tecnológica y científica entre Israel y los árabes, un abismo que no existía entre los cuatro reinos cruzados y sus entornos árabe, turco, persa e islámico.
Y más importante aún, podemos rebatir que es también obvio que los árabes de hoy no son los árabes del pasado. Los árabes de hoy tienen un pensamiento totalmente diferente en cuanto a conciencia nacional y conciencia pan-arabista, intereses y preocupaciones comunes, así como en su comprensión del colonialismo y de la causas de manifestación nacional. Por tanto, no somos tan inocentes como para trazar analogías. Pero tenemos un paradigma: un estado ajeno a la región implantado por expediciones militares colonialistas, que se establece en oposición a su entorno y que depende para su continuidad de sus fortificaciones y caballeros y de la explotación de las animosidades existentes entre las entidades políticas que le rodean. (La movilización religiosa en ambos bandos, que algunos ven como el quid de la cuestión, es desde esta perspectiva sólo una prueba de la determinación de la entidad implantada en permanecer como algo ajeno).
Al rechazar una solución legítima, Israel ha escogido permanecer en una ciudadela fuertemente fortificada, sobreviviendo a fuerza de su poder de disuasión y de las disputas inter-árabes. Desde luego, estas diferencias han allanado el camino para los acuerdos árabo-israelíes; también entonces la senda del conflicto perpetuo elegido por el estado cruzado se allanó a base de pactos y tratados. Esta opción estratégica está clara y profundamente arraigada en la opinión pública israelí y se apoya en las fuentes de fortaleza proporcionadas por una distorsionada y malsana relación con Estados Unidos que no tiene precedente en las relaciones internacionales. No hay mucho optimismo en el horizonte en el sentido de que Israel vaya a aproximarse a la solución de un único estado o a la de dos estados, lo que significa que los palestinos y los árabes pueden anticipar una situación que no conduce al cumplimiento de sus derechos. Pero esto no significa que tengan que renunciar a esos derechos. Muy al contrario, deberían rechazar todas aquellas soluciones que sean injustas, desarrollando al mismo tiempo una determinada alternativa democrática que presentar ante judíos y árabes dentro de un marco que pueda salvar el futuro bienestar de la región árabe como un todo.
Esta es la trayectoria de la busca de vida y desarrollo en el intento por mantener los medios de subsistencia en Palestina y en la resistencia contra las realidades que Israel crea de facto sobre el terreno. La resistencia puede conseguir avances parciales importantes a la vez que impide que se normalice la condición colonialista. Sin embargo, el mayor desafío a plantear a Israel es a nivel regional y ha de basarse en el progreso acumulativo que puedan conseguir los árabes construyendo capacidades para resistir a Israel a través de la modernización de sus estados y sociedades, a través de la realización de tareas tan esenciales como la creación de sus potencialidades disuasorias, desarrollo económico y democratización. La lucha es larga, pero hay que emprenderla y al ritmo que más adecuado sea. El tiempo no juega a favor de Israel; está a favor de quién lo utilice sagazmente. Esa es uno de las lecciones más importantes de los últimos sesenta años.
Enlaces con los textos originales en inglés:
Episodio I: http://weekly.ahram.org.eg/2008/889.op2.htm
Episodio II: http://weekly.ahram.org.eg/2008/890/op1.htm
Episodio III: http://weekly.ahram.org.eg/2008/891/op1.htm
Azmi Bishara
Al Ahram Weekly
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
(Episodio I)
A nivel regional, los sucesos de los últimos años sugieren un cambio cualitativo en la causa palestina. Ningún analista u observador erraría si llegara a establecer una semejanza entre el actual contexto regional “árabe-israelí” y los estados cruzados que aparecieron en la región árabe en la Edad Media.
Israel no tiene intención alguna de llegar a una paz justa con los pueblos árabe y palestino. Por paz justa quiero significar alguna de entre dos posibles soluciones. La primera sería la solución de un único estado, en el cual judíos y árabes coexistirían en un estado laico democrático que se asimilaría de forma natural en la región. La segunda sería la solución de los dos estados, que garantizaría el derecho al retorno de los refugiados palestinos. Pero Israel ha optado por una tercera opción en la que los árabes no tengan nada que ver. Su modelo es el estado cruzado.
Los tratados, acuerdos y formas de cooperación de seguridad que Israel mantiene con los regímenes árabes no chocan ni debilitan este modelo. Después de todo, los cuatro reinos cruzados no lograron sobrevivir sólo a base del coraje de caballeros valerosos y castillos inexpugnables: durante 190 años se dedicaron a apuntalarse mediante una combinación de fortificaciones, destreza militar y pactos y tratados con los diversos príncipes y sultanes árabes, ayubidas y mamelucos. Aquellos pactos fueron posibles porque los estados cruzados lograron capitalizar las rivalidades entre los gobernantes locales. Pero esos pactos y tratados no evolucionaron hacia la paz. Los pueblos de la región no llegaron a aceptar nunca la existencia de los estados cruzados. Se mantuvieron como un implante ajeno, cultural y políticamente, y la prueba de la legitimidad de los dirigentes islámicos y árabes descansaba en su capacidad para crear los mecanismos que sostuvieran la lucha contra ellos. No importa cuán hábilmente llegaron a combinar los acuerdos diplomáticos con asesinatos y genocidio, los estados cruzados acabaron desapareciendo.
Merece la pena mencionar que la palabra cruzado sólo se extendió por Europa varios siglos más tarde gracias a los historiadores europeos del siglo XVII. Los árabes se referían a ellos como los franj, o francos, un término que no implicaba calificación religiosa ni hostilidad contra la ortodoxia oriental o el catolicismo occidental.
En las tres próximas semanas, consideraré las opciones que Israel ha rechazado y la única que parece haber cuajado.
El modelo del estado cruzado es un modelo de estado colonial extranjero que se establece por la fuerza y sobrevive a base de espada, treguas y tratados temporales y de explotar la discordia entre sus vecinos. No busca, en modo alguno, legitimarse insertándose en su entorno y por eso termina siendo inaceptable.
En otros lugares, siempre se consideraron el colonialismo y la liberación de los pueblos bajo ocupación como un problema cuya solución descansaba en el fin de la colonización. Sin embargo, cuando se trata de Palestina, las percepciones acerca de cualquier acuerdo se describen como una serie de proyectos que tratan de resolver un dilema insoluble, el dilema que representa la causa palestina. Hay una razón para todo esto. Sirve para distinguir el caso palestino de todas las demás causas de liberación nacional, ofuscándolo y confundiéndolo con cuestiones tales como las disputas fronterizas, la discriminación religiosa y la cuestión judía. Esta complejidad artificial es lo que excluyó del proceso de descolonización a Palestina. También se convirtió en un obstáculo para una solución duradera: la misma complejidad a la que actualmente se acude para impedir que se pueda llegar a soluciones viables, llevará finalmente a los árabes a rechazar, de una vez y por todas, la posibilidad de reconocer la legitimidad de Israel, adhiriéndose a un concepto de conflicto permanente.
La cultura anti-colonialista se fundó sobre la premisa de que el deber de un pueblo bajo ocupación es resistir y persistir en la resistencia hasta que la potencia colonial no pueda mantener los costes de la ocupación. Mientras esta cultura prevaleció, fue imposible contemplar la liberación de Palestina como país árabe fuera del contexto de una ecuación que podría resumirse como colonialismo versus nacionalismo árabe. Se entendía la liberación como una misión que caía sobre los hombros no sólo de los palestinos sino de todos los pueblos árabes. Era su deber resistir a la ocupación extranjera de cualquier rincón de la nación árabe. Desde esa perspectiva, la batalla por Palestina no era sólo otra causa árabe, ni siquiera parte de la gran causa árabe. Llegó a simbolizar esa causa, tipificando toda la gama de preocupaciones nacionales árabes: partición, dependencia, dominación exterior, falta de cohesión inter-árabe, legitimidad de los regímenes árabes, etc. Los árabes simpatizaban con los palestinos a nivel humanitario y declaraban su solidaridad con ellos, pero a nivel político no se planteó la cuestión de la solidaridad. La batalla era una y la misma para todos.
La batalla contra el sionismo e Israel se convirtió en la preocupación árabe por excelencia. Sacarla de su contexto árabe es permitir que se vea reducida a una disputa israelo-palestina, a una riña insignificante de fronteras cuyo resultado vendrá determinado por el equilibrio de poder que prevalezca entre las dos partes, sacando a los árabes de la ecuación.
Después de la Guerra de 1967, que es lo mismo que decir tras la derrota de la tendencia nacionalista árabe que detentaba el poder en los países árabes de primera línea, esa es la dirección que los acontecimientos empiezan a tomar. Dentro del liderazgo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) surgió una clase socio-política que puso énfasis creciente en la realización de la estatalidad y en su propia transformación en otro régimen árabe. Tras la guerra, con el nacionalismo árabe en retroceso, especialmente en Egipto, ese deseo coincidiría con los deseos de una parte importante del orden árabe oficial. El régimen egipcio, que en su fase nacionalista árabe había sido el principal patrocinador del nacimiento de la fórmula de la OLP, decidió ahora amputar sus lazos árabes hasta que el conflicto con Israel se decantó a favor de buscar un acuerdo político. La paz separada de Egipto con Israel fue parte de un acuerdo global que incluía la reestructuración económica y una alianza con los Estados Unidos.
La ruptura de Egipto con los árabes empezó con su desenganche de la causa palestina. En la cumbre de Rabat, cuando Egipto declaró su apoyo a la OLP (en contra de Jordania) como la “única y legítima representante del pueblo palestino” y, posteriormente, por la “independencia de la voluntad palestina” (en contra de Siria) se comprometió, en efecto, a terminar con la conexión de Egipto con el conflicto árabe-israelí. Fue llevando todo eso a cabo a la vez que cambiaba las premisas, convirtiendo la causa de Palestina en la causa de los palestinos.
Esta tendencia coincidió con las aspiraciones de una nueva clase de dirigentes de la OLP: Se puede encontrar un ejemplo concreto en la insistencia de Yaser Arafat en separar, en Washington, a los equipos negociadores palestinos y jordanos. ¿Cuál fue el resultado? Un tratado de paz separado jordano-israelí y un confuso y errático proceso de paz que no estaba regulado por ningún principio entre Israel y el liderazgo de la OLP; un proceso que sigue sin progresar década y media después del tratado jordano-israelí.
Estos desarrollos ayudan a explicar por qué el orden oficial árabe contempla ahora como un problema palestino el asedio contra los palestinos y los brutales bombardeos israelíes contra una sociedad prisionera en Gaza y por qué ese orden está dividido entre los que siguen siendo solidarios con los palestinos y los que les culpan por exponerse a la ira de Israel. Tal es la necesidad de establecer una posición tan impopular como ésta que los sentimientos patrióticos en Egipto se están canalizando desde la natural inclinación a situarse al lado de los palestinos, y en contra de Israel, hasta el miedo a una “invasión palestina”.
La decisión de abandonar la causa palestina es consecuencia de la convergencia entre dos tipos de percepciones o actitudes. La primera es que los regímenes árabes consideran que forma parte de sus propios intereses, y de los intereses de sus países, alejarse de cualquier concepto de árabes como entidad política que tienen un conjunto fundamental de intereses comunes en cuanto a la seguridad nacional y a las cuestiones políticas, económicas y estratégicas. La segunda es que creen que también al movimiento de liberación palestina le interesa convertirse en otro régimen árabe que haga lo mismo que ellos.
Los regimenes árabes valoraron positivamente la mutación de la OLP en la Autoridad Palestina porque esto satisfacía su necesidad entregar “la causa” a un régimen palestino que aparentara ser el “único representante” del pueblo palestino y expresara su “voluntad de independencia”. De esa forma, Palestina se transformó de una tierra árabe ocupada en una entidad que podría regatear con Israel sobre las fronteras de un hipotético estado palestino. La “causa palestina” se convirtió no sólo en la causa de los palestinos, sino que se redujo aún más hasta ser únicamente la causa de aquellos palestinos que viven en Cisjordania y Gaza. La lucha por la unidad y la liberación árabe cogió un desvío a fin de crear otra entidad política árabe. El conflicto con el sionismo y sus implicaciones para la región se redujo a una mera disputa fronteriza.
En lugar de una lucha por la liberación, nos encontramos con una búsqueda de soluciones que producían un proceso de negociación entre ocupante y ocupados diseñado para eludir lo que debería haber sido la única cuestión sobre la mesa, i.e., el fin de la ocupación. Las negociaciones continuaron con un proceso político en el que las soluciones y remedios se someten al equilibrio de poderes prevaleciente, a la vez que la elite política del pueblo bajo ocupación se ve chantajeada por el hecho de que la comunidad internacional tiene que seguir considerándola aceptable.
Junto a este telón de fondo, la retórica política y la de los medios de comunicación en el mundo árabe han retrocedido a términos tales como “legitimidad internacional” y “comunidad internacional”. Desgraciadamente, esos no son sino mundos hipotéticos, mundos alejados del real, que ha sido abandonado: la lucha árabe/palestina por la liberación contra Israel, el sionismo y el colonialismo occidental.
La comunidad internacional no es más que un ente mítico. Es un término inventado especialmente para los objetivos de llamamiento y persuasión; en la práctica significa el actual equilibrio de poderes internacionales fuertemente inclinados a favor de EEUU.
La solución negociada de los dos estados, o de los dos estados que supuestamente deben resultar de las negociaciones, es producto de la actual búsqueda de soluciones ante un dilema “inabordable”. La ironía es que ese propio contexto, que llevó al orden oficial árabe y a la OLP a aceptar la noción de solución de dos estados que por definición pone en peligro el derecho palestino al retorno, es el mismo contexto que llevó al orden árabe a aceptar el equilibrio de poderes como único árbitro, y a agregarse al lote de la estrategia estadounidense. Esto es lo que ha permitido que Israel pudiera desecar de todo contenido hasta la solución de los dos estados, rechazando retirarse de la Jerusalén ocupada, negándose a volver a las fronteras de 1967 y conservando sus asentamientos en Cisjordania.
La solución de los dos estados, vaciada de contenido, es la única solución a la que pueden llegar las negociaciones en las circunstancias actuales en esta etapa en que las “dos partes” no van a entrar nunca a considerar la solución de un único estado, y mucho menos van a permitir que aparezca sobre la mesa de negociaciones. Rechazar la solución de los dos estados es rechazar la única solución que, por el momento, podría formar la base de una coexistencia pacífica en la región árabe. No es una solución muy justa, pero sería unánimemente aceptada por los árabes si cumpliera unas demandas mínimas, i.e., la devolución de Jerusalén, la vuelta de Israel a sus fronteras de 1967 y el reconocimiento del derecho palestino al retorno. Pero Israel ha rechazado ya esta posibilidad y su objetivo actual es colocar una solución que esté completamente fuera de cualquier alcance en el futuro.
Separación o Unidad
(Episodio II)
Las negociaciones sobre la “solución de los dos estados” han quedado ya invalidadas por carecer absolutamente de contenido. El movimiento para la liberación nacional de Palestina ha perdido toda la fuerza de sus orígenes como movimiento de liberación, incluida su capacidad para contar con la comunidad árabe en vez de con la “comunidad internacional”. Antes de devenir en estado y asegurarse una soberanía nacional, ha perdido y desaprovechado la fuerza de sus orígenes. Se convirtió en la Autoridad Palestina, una entidad totalmente dependiente de las negociaciones, de las buenas intenciones de EEUU y de Israel, de la opinión pública israelí y de otros factores. Las negociaciones sobre el estado palestino quedaron reducidas a un proceso de chantaje en el cual se pedían y ofrecían concesiones mientras se canjeaban derechos fundamentales.
A partir de la actitud que considera que las negociaciones son una alternativa a la resistencia, algo opuesto a la culminación de la resistencia, nació un nuevo liderazgo palestino, un liderazgo tan atado al proceso de negociación que ha pasado a depender existencialmente de él. Israel lo sabe; nosotros lo sabemos. Además, lo más esencial en ese proceso es que se ha agotado el concepto de negociación y ha sido reemplazado por las limosnas israelíes y por los indicios de buenas intenciones que este liderazgo necesita a cambio de asediar, cazar y asesinar a las fuerzas palestinas que han escogido y se han adherido a la senda de la resistencia.
Como consecuencia, todos aquellos derechos que se daban por sentados bajo la ocupación, tales como la electricidad, el agua, la libertad de movimiento, el empleo, los alimentos y las medicinas, se han convertido en aspectos mismos del proceso de negociación. Han devenido premios exhibidos frente a aquellas fuerzas que “provocan” o “molestan” a Israel, “exponiéndose ellos mismos y exponiendo a su pueblo al bloqueo” por su negativa a abandonar la resistencia, privando así a su sociedad de aquellos “grandes logros” que, en realidad, la ocupación tenía, y tiene, la responsabilidad legal de proporcionar.
En la fase de la lucha por la liberación nacional, a los palestinos que se ofrecían como intermediarios ante la ocupación para asuntos de permisos de trabajo y viaje, distribución de electricidad o suministros de fuel se les consideraba como agentes de esa ocupación. Porque se estimaba que se estaban prestando a la estrategia israelí de crear un liderazgo palestino alternativo a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que en su día fue considerada como el liderazgo de la resistencia nacional al negarse a aceptar como solución una mera serie de servicios e insistir en poner fin a la ocupación. En la actual fase de negociación para la creación de un estado, se ha convertido el suministro de servicios fundamentales en un instrumento israelo-palestino para premiar a unos dirigentes moderados que se merecen esos servicios, castigando al liderazgo extremista al impedir que esos servicios lleguen a los palestinos, obligándoles así a volverse contra esos dirigentes que se han adherido a la vía de la resistencia.
Sin embargo, mientras el componente estatal palestino de la “solución de los dos Estados” va siendo vaciado de todo contenido, el frente de la resistencia palestina, integrado actualmente de forma mayoritaria por fuerzas –como Hamas y la Yihad palestina- que comulgan con una ideología islamista, no parece inclinarse hacia una alternativa democrática que ofrezca una opción a los israelíes como la de “la solución de un único estado”. La idea de un estado único democrático para todos sus ciudadanos, árabes y judíos por igual, no ha sido nunca considerada de forma seria y práctica en la historia de la lucha. Los árabes, con toda razón, consideraron el sionismo como un movimiento colonial y vieron a los sionistas, que no eran habitantes indígenas de Palestina, como colonizadores dispuestos a conseguir el objetivo de encontrar un estado sobre una tierra que pertenecía a otro pueblo. La Declaración Balfour no constituyó ningún secreto y, para que todos pudieran oírlo, el proyecto sionista de crear un estado judío en Palestina se gritó a los cuatro vientos.
También hubo algunos problemas conceptuales prácticos. En la práctica, el sionismo implicaba, e implica, atraer a tantos “pioneros” como fuera posible para asentarles en Palestina: nunca estuvieron claros los límites de quién establecería el derecho de ciudadanía en un estado único. La igualdad entre la ciudadanía es la base y esencia de la idea de co-existencia en un estado único no dominado por la ideología sionista. Es también el mensaje que los árabes enviarían para ofrecer a la sociedad judía una alternativa al concepto de estado judío, constituyendo esta alternativa la posibilidad de legitimar la presencia de esa sociedad en Palestina sobre la base del principio de ciudadanía.
Este es el mensaje de la co-existencia; es la antítesis de genocidio, expulsión, o de “lanzar a los judíos al mar” (esa famosa cita con la que no para de dar la tabarra la propaganda sionista –su gran invento- cuando, en realidad, es Israel quien lanzó y lanza a los palestinos al mar y al desierto). Pero, para los árabes, intentar precisar una fecha o límite específico después del cual los inmigrantes no fueran considerados residentes legítimos es no sólo poco realista sino una forma inaceptable, y por tanto absurda, de definir los límites de la ciudadanía.
Por otra parte, y más importante, el movimiento sionista, como solución a la cuestión judía, insistió siempre en la estructura de un estado judío en Palestina. Así fue como el sionismo definió históricamente su existencia. Su bandera y objetivo último eran la creación de un estado judío entre la opinión judía de la Diáspora mediante las campañas para conseguir el apoyo de las Grandes Potencias, obtener la Declaración Balfour y propiciar la llegada de los colonos. Se intentó que ese proyecto de estado surgiera de entre las ruinas de la sociedad árabe palestina y jamás se imaginó una existencia junto a los árabes en una única entidad política.
Pero hubo una notable excepción que resultó efímera: el llamamiento de Hashomer Hatzair (la Joven Guardia) a un estado bi-nacional. Sin embargo, debe considerarse esa posición con el telón de fondo de las actividades del movimiento de los colonos en los años de la década de 1930 y con la forma en que todo esto entró en conflicto con los derechos e intereses de la población indígena.
Es una insensatez pensar que algún tipo de sionismo, el de Israel o el de cualquiera de sus partidos políticos, o incluso de sus componentes sociales más importantes, aceptaría ahora la idea de un único estado democrático como marco de solución. Simplemente no es materia de negociación en el contexto de los actuales equilibrios de poder y en el sentido en que se entiende estos días la palabra “solución”. Cuando Fatah empezó a sugerir la idea durante un breve espacio de tiempo, por ejemplo, en la década de 1970, Israel lo interpretó como sinónimo de “la destrucción de Israel”. La OLP también había propuesto la solución de un único estado, expuesta en la fórmula de “un estado democrático laico en el cual se garantizaría la igualdad de derechos para todos sus habitantes: musulmanes, cristianos y judíos”. La OLP abordó así en el estado la cuestión de las afiliaciones religiosas sin adentrarse en el tema de la identidad nacional. Sin embargo, no sugirió ningún mecanismo para transformar la idea en un programa político desarrollado a través de esfuerzos conjuntos judíos y árabes, por ejemplo, mediante la liberación de la Palestina árabe. En todos los acontecimientos, la idea no se mantuvo a flote durante mucho tiempo.
El estado único democrático es diferente de la solución de un estado bi-nacional que actualmente airean algunos intelectuales árabes y judíos y, como se señaló antes, fue propuesto en primer lugar por el movimiento del socialista Hashomer Hatzair en los años treinta. La diferencia es que esta idea reconoce la existencia de dos grupos nacionales en Palestina, cada uno de los cuales formaría una entidad distinta dentro de un estado único. De ese modo se satisface la demanda de cada grupo de expresión nacional, pero dentro de los límites de un estado único que les reconoce a ambos. Históricamente, Hashomer Harzair abandonó enseguida esta idea y nunca más volvió a recordarla de nuevo. Tanto palestinos como sionistas la rechazaron, aunque tuvo algún débil eco por aquí y por allá, en los pasillos de la Universidad Hebrea y, antes de 1948, entre algunos importantes aunque escasos intelectuales judíos en el marco del movimiento Brit Shalom.
El modelo bi-nacional, que reconoce la existencia de dos identidades nacionales, una indígena, la otra exógena, está más cercano a la realidad palestina que el modelo sudafricano. En la nueva Sudáfrica, según se reconstruyó tras el colapso del apartheid, se ignoró el concepto de las nacionalidades a favor del concepto de una pluralidad étnica, religiosa, lingüística y cultural dentro del marco de un único estado de ciudadanos. Expresado de otra manera, el proceso de reconstrucción de la identidad nacional en Sudáfrica (como opuesto, por ejemplo, al modelo francés) reconoce abiertamente varias afiliaciones étnicas, tribales, lingüísticas y culturales, pero no es una estructura multinacional.
Pero incluso aunque la solución binacional esté más próxima a la realidad en Palestina porque reconoce la dicotomía indígena/exógena (a diferencia de los modelos de inmigrantes de EEUU, Australia y Nueva Zelanda, en los cuales la nacionalidad se define por la ciudadanía sin referencia alguna a la etnia ni a expresiones sobre diversas nacionalidades), no tiene más oportunidades de ser tenida en cuenta a nivel diplomático que la solución de un estado único democrático. No sólo trabaja contra ella el equilibrio actual de poderes en Palestina, la actual dirección del movimiento nacional palestino también sigue por ese sendero. En Sudáfrica, el movimiento de liberación nacional, según lo encarnó el Congreso Nacional Africano, propugnó activamente que la liberación nacional se decantara por la búsqueda de un estado único multicultural basado en el concepto de igualdad de ciudadanía. A finales de la década de los setenta, el movimiento de liberación nacional palestino había puesto sus miras en la creación de un estado palestino separado.
Por este motivo, la primera y segunda Intifadas en Cisjordania y Gaza trataron de evitar, en vez de propiciar, la unidad con el resto de Palestina. También debido a esto, el mapa político actual de Palestina puede dividirse en función de muchas cuestiones pero sigue aún inclinándose hacia la creación de un estado palestino separado. No obstante, que esto sea así no significa que no deba ser tomado en serio el hecho de que algunos intelectuales palestinos de pensamiento democrático hayan empezado recientemente a apoyar la opción de un estado democrático único; en efecto, hay muchas razones para que este concepto se discuta seriamente. No creo que, desde el punto de vista palestino, haya grandes obstáculos estructurales o ideológicos ante esta solución. Va también en interés del pueblo palestino propugnar un programa democrático que incluya el derecho al retorno, insista en ciertos derechos inalienables y dé a los judíos en Israel un motivo razonable para propugnar también esta solución. Si los palestinos la adoptan, entonces no puede haber ningún obstáculo árabe serio a la misma.
Sin embargo, no tiene mucho sentido confiar en que amplios segmentos de la sociedad israelí cambien su punto de vista ante esta posición. Ningún pueblo quiere renunciar voluntariamente a sus privilegios, y para los judíos eso es lo que significaría la solución de un estado único, en mayor medida en la fórmula de un estado laico de ciudadanos que en la fórmula federal bi-nacional. Hay, por tanto, muy pocas perspectivas de que aumente un movimiento socio-político en Israel que defienda una solución que entre en conflicto con el concepto de estado judío. Lo más que puede uno escuchar en la izquierda sionista es un llamamiento a hacer un estado palestino separado en Cisjordania y Gaza. El derecho palestino al retorno sigue rechazándose totalmente.
El problema es que todos los que han empezado recientemente a propugnar la “solución de un estado único” lo han hecho desde la convicción de que no hay esperanza para la “solución de los dos estados” (basada en las fronteras anteriores a junio de 1967 y al principio del derecho al retorno), no porque hayan percibido que la solución de un único estado pueda tener éxito.
Por más que yo crea que la solución de un estado único es la mejor en cuanto que facilita las condiciones para el logro y cumplimiento de los derechos palestinos y hace llegar a la sociedad israelí un mensaje democrático, no tiene ni la más remota posibilidad en el lenguaje que actualmente predomina ni ante las posibles perspectivas de soluciones negociadas. Esto se debe fundamentalmente a que Israel rechaza contemplar siquiera la idea y porque no hay una sola fuerza política israelí capaz de situarla como cuestión seria en la agenda pública, a menos, desde luego, que el objetivo sea ahuyentar a la opinión pública para perpetuar una hegemonía total sobre los palestinos. Es más, así es cómo se ha expuesto la idea de un único estado en Israel hasta el momento: negativamente, como medio para intimidar a la opinión pública y que esté de acuerdo en soltar las zonas palestinas densamente pobladas, como en el caso de Gaza. Además, es con esta idea, mediante el miedo a que esas realidades puedan desarrollarse de forma que pudieran propulsarse hacia la “solución de un estado único”, con la que Israel ha empezado a acercarse a la “solución de los dos Estados”.
Desgraciadamente, la fórmula que en la actualidad está proponiendo Israel a este respecto, a partir de las “visiones” de Bush y Sharon, tiene poco que ver con la creación de dos estados soberanos viviendo uno junto al otro, lo que demuestra vigorosamente la inutilidad de la solución de los dos estados. Peor aún, la elite palestina nacida del “proceso de paz”, junto con los regímenes árabes que están deseando que toda esta carga quede atrás, están ayudando a Israel a vender la retórica y a ponerla en escena para que aparezca como si la creación de un estado palestino dentro del marco de una solución de dos estados fuera algo que se viera venir. Por eso, por ahora y en un futuro próximo, seguiremos oyendo mucho más sobre “canje de tierra” (sin Jerusalén), “reconocimiento del derecho al retorno” sin el ejercicio de este derecho, creación de una entidad sin soberanía completa pero denominada estado, y otros ardides y eufemismos de ese estilo, de todo lo cual parece haber una oferta sin fin.
¿Podría un acuerdo tal traer la paz, aunque no sea un paz justa? En el tercer episodio se intentará ofrecer una respuesta a esta cuestión.
Qué debemos hacer
(Episodio III)
Las confusas negociaciones entre la Autoridad Palestina (encabezadas por la Organización para la Liberación de Palestina) e Israel pueden finalmente producir un acuerdo que lleve a la creación de un estado palestino. Quizá, incluso ahora, esté en marcha un intenso y secreto proceso negociador paralelo, impermeable a las reacciones de la derecha israelí o de la opinión pública árabe. Quizá también, las negociaciones sean mucho más profundas y vayan más allá de la impresión que los medios están dando. Cualquiera que sea el caso, los políticos israelíes y estadounidenses creen claramente que la creación de un estado palestino es todo lo que se necesita para llevar la paz a la región, sin importar las condiciones que los palestinos van a encontrar en ese nuevo estado, que no se va a poder extender hasta las fronteras de 1967, que no va a tener a Jerusalén Este como capital y donde los refugiados palestinos van a tener que renunciar al derecho al retorno. Israel y la administración Bush han trabajado duro para encajar la demanda palestina de estatalidad en un paquete que corta, recorta y elimina esencialmente todos los derechos nacionales palestinos.
Es útil que consideremos aquí por qué Yaser Arafat rechazó una oferta similar en Camp David. Su rechazo tuvo menos que ver con su compromiso con unos “principios determinados” que con su comprensión de cómo esa solución iba a caer en la opinión árabe y palestina: no hubiera tenido legitimidad. Todo eso ocurrió después de la guerra para liberar Kuwait, tras la reducción de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) a una burocracia en Túnez que siguió al éxodo de Beirut de la OLP, después del colapso de la Unión Soviética y después de que la Intifada hubo llegado a un punto muerto. Pero Arafat continuó rechazando la oferta aún convertido en rehén del asedio israelí en sus cuarteles en Ramala. Pagó el precio por su rechazo. En la procesión-funeral oficial árabe por Arafat, y entre un segmento considerable de su círculo interno, uno podía sentir los suspiros de alivio. Se habían librado del hombre que había obstruido las ruedas del mismo proceso que había puesto en marcha y que de nuevo empezó a rodar tras su muerte.
Incluso aunque las negociaciones no produzcan ningún acuerdo, no deberíamos descartar la posibilidad de un documento de principios sobre el acuerdo final, un documento similar en espíritu a la “oferta” que Arafat rechazó y que Olmert utilizaría como base para una campaña electoral y Mahmud Abbas para un referéndum. Por otra parte, si las negociaciones no producen acuerdo, parece bastante evidente el efecto que se produciría en los escenarios árabe y palestino. Ganará fuerza y velocidad el frente que rechaza un acuerdo y opta por mantener la resistencia, aunque algunos dirigentes persistan durante años con el “proceso de paz”. Por otra parte, si llegara a alcanzarse un acuerdo como el descrito anteriormente, eso no significaría que la lucha nacional ha llegado a su final. Ese acuerdo no es una fórmula para un auténtica “solución con dos estados” que tenga algo de legitimidad. Incluso si lo que se nos está vendiendo actualmente como solución de dos estados satisface a algunos dirigentes árabes, que están listos para alinearse con cualquiera que sea lo que los dirigentes de la Autoridad Palestina acepten porque están deseando deshacerse de la carga de la causa palestina, no se van a encontrar con la aceptación popular porque dicha solución supone una justicia totalmente injusta y una compensación completamente inadecuada frente a la injusticia cometida contra el pueblo palestino.
Algunos pueden objetar que todo esto es muy vago y abstracto. Sin embargo, el hecho real es que la formula propuesta pasa por alto preocupaciones tan tangibles como la causa de los refugiados, que representa las raíces mismas y el corazón del problema y por tanto implica un peso moral y cualitativo considerable, ya que se refiere al sufrimiento actual de millones de personas. El acuerdo propuesto ofrece a todas esas personas nada más que la posibilidad de cambiar su estatuto de “refugiados” por el de sujeto exterior o extranjero. Tampoco, cuando se alcance, Israel va a dejar a Jerusalén tranquila. Muy al contrario, seguirá hurgando en la herida a través de una continua judaización y apropiación de la tierra y los lugares santos de esa ciudad. Israel intensificará también su propósito de judaizar el estado y ser aún más autoritario y arrogante en sus relaciones con sus ciudadanos árabes, que se verán forzados a elegir entre una lealtad total hacia Israel, incluyendo el servicio militar y restricciones en sus derechos civiles, o el exilio. Para aquellos que insistan en expresar su identidad nacional dentro de Israel, Israel les informará que esa identidad ya se ha manifestado suficientemente en la entidad palestina de la puerta de al lado.
Y por encima de todo esto, seguirá el conflicto entre la necesidad de desarrollar, modernizar y construir el ejército del estado palestino, y el miedo perpetuo que invade a Israel en su evolución como tal estado, al ser un ente ajeno en su entorno regional. También continuará el conflicto entre Israel y la democratización del mundo árabe, porque teme la disposición y las vicisitudes que puede atravesar la mayoría de la opinión pública árabe.
Si el pueblo palestino se pone de acuerdo en una solución, sería suficiente con situar en el nivel regional cualquier cuestión referente a su legitimidad. El problema que presenta la propuesta que hay a la vista es que está siendo impulsada mediante una alianza exterior con una facción palestina contra otra facción palestina, una de las cuales barrió a la otra en las últimas elecciones legislativas. Mientras tanto, para los palestinos de la Diáspora, es automáticamente impensable una solución que por definición excluya a los refugiados. La solución, por tanto, no tiene base de legitimidad entre el pueblo palestino. Pero, para agravar el problema, se ha convertido en causa de feroz lucha interna, con el resultado de que parte del proceso de maduración de la solución consiste en bombardear y matar de hambre a una parte del pueblo palestino para que doblen la rodilla y acepten lo inevitable. Esto no proporciona un símbolo de legitimidad.
A nivel regional, el acuerdo está abriéndose paso contra el telón de fondo de la hegemonía estadounidense y la coalescencia de dos alianzas regionales antagónicas, una de las cuales blasonará la injusticia de este tipo de acuerdo como bandera en sus batallas. Se está impulsando el acuerdo sin tener en cuenta la repugnancia del público árabe hacia el actual proceso de paz, ni su convicción de que Israel no está interesado en una paz justa y su rechazo a los privilegios internacionales de Israel. Si las premisas del público árabe son correctas o no, los regímenes árabes tienen una gran medida de responsabilidad en su situación actual frente a ese acuerdo de solución, la alianza israelo-estadounidense y el doble rasero internacional en todo lo que se refiere a Israel. Ni el acuerdo ni el proceso que lleva a él es legítimo a los ojos de la gente. Además, la brutalidad que Israel ha desplegado para apartar al pueblo palestino de la resistencia y obligarle a arrodillarse ante las condiciones israelíes ha alimentado el rencor popular e impulsado la tendencia de lanzar acusaciones de traición contra las partes árabes que se han prestado a ese proceso de acuerdo.
Es verdad, el pueblo árabe, por lo general, tiene poco qué hacer con sus regímenes actuales. Pero sienten repulsión ante la vista de las partes árabes conspirando junto a Israel contra los resultados de las elecciones palestinas, inmersas actualmente en negociaciones con Israel mientras Israel impone bloqueos y bombardea civiles en medio del mundo árabe. Ni se dejan engañar por la objeción de “la construcción de asentamientos israelíes es un obstáculo para la paz”, que la gente considera nada más que un órdago para poder seguir en el juego de las negociaciones, a pesar de la construcción actual de asentamientos y a pesar del desprecio que esa actitud muestra hacia la opinión pública árabe por parte de gobiernos árabes que podrían hacer muchísimo más de lo que hacen.
Israel ha rechazado todo lo que segmentos amplios del pueblo árabe y palestino consideran legítimas soluciones. Ha optado, por tanto, por el conflicto permanente a pesar de cualquier acuerdo al que pueda llegar fuera del marco de una paz justa y duradera. El conflicto continuará, aunque consiga el tipo de acuerdo que tiene in mente.
La región árabe se encontró con situaciones muy similares en el pasado. Tomó la forma de estado cruzado que también vivió en conflicto permanente con su entorno. No voy a enumerar las similitudes, porque no viene ahora al caso. Baste con decir que, a pesar de los obviamente diferentes contextos históricos, el estado cruzado contrajo numerosos pactos y alianzas con los gobernantes árabe contra otros gobernantes árabes, y no es difícil identificar los paralelos actuales. Podemos también señalar el incendio de la Iglesia de la Resurrección como medio de encender la chispa del enfrentamiento en los días de la locura de Al-Hakim bi Amr Allah, y podemos fácilmente hoy nombrar a dirigentes igualmente desequilibrados con actuaciones parecidas. Podríamos incluso mencionar el papel que los principados del norte jugaron al facilitar el paso de los ejércitos cruzados desde Antioquia a Jerusalén, o cómo se utilizó la religión para estimular y movilizar ejércitos e incluso definir las identidades de quienes emprendían las campañas y de quienes les resistían
Efectivamente, podríamos ofrecer varias similitudes así, pero cada vez que lo hiciéramos nos toparíamos con alguien que rebatiría –correctamente- que el actual orden internacional es completamente diferente del que prevalecía en los días de los caballeros cruzados y los principados árabes. No hay duda de que la permanencia y estabilidad del estado moderno árabe y judío es de una calidad radicalmente diferente; el papel de la religión no es el mismo hoy que lo era entonces, y la relación entre Israel y Occidente es mucho más profunda y más inmediata que la existente entre el estado cruzado y Europa. La caída de Jerusalén en manos cruzadas tuvo lugar diez días antes de que muriera el entonces papa reinante, pero las noticias no llegaron a Roma hasta después de su muerte. La comparación estalla también frente a la inmensa brecha tecnológica y científica entre Israel y los árabes, un abismo que no existía entre los cuatro reinos cruzados y sus entornos árabe, turco, persa e islámico.
Y más importante aún, podemos rebatir que es también obvio que los árabes de hoy no son los árabes del pasado. Los árabes de hoy tienen un pensamiento totalmente diferente en cuanto a conciencia nacional y conciencia pan-arabista, intereses y preocupaciones comunes, así como en su comprensión del colonialismo y de la causas de manifestación nacional. Por tanto, no somos tan inocentes como para trazar analogías. Pero tenemos un paradigma: un estado ajeno a la región implantado por expediciones militares colonialistas, que se establece en oposición a su entorno y que depende para su continuidad de sus fortificaciones y caballeros y de la explotación de las animosidades existentes entre las entidades políticas que le rodean. (La movilización religiosa en ambos bandos, que algunos ven como el quid de la cuestión, es desde esta perspectiva sólo una prueba de la determinación de la entidad implantada en permanecer como algo ajeno).
Al rechazar una solución legítima, Israel ha escogido permanecer en una ciudadela fuertemente fortificada, sobreviviendo a fuerza de su poder de disuasión y de las disputas inter-árabes. Desde luego, estas diferencias han allanado el camino para los acuerdos árabo-israelíes; también entonces la senda del conflicto perpetuo elegido por el estado cruzado se allanó a base de pactos y tratados. Esta opción estratégica está clara y profundamente arraigada en la opinión pública israelí y se apoya en las fuentes de fortaleza proporcionadas por una distorsionada y malsana relación con Estados Unidos que no tiene precedente en las relaciones internacionales. No hay mucho optimismo en el horizonte en el sentido de que Israel vaya a aproximarse a la solución de un único estado o a la de dos estados, lo que significa que los palestinos y los árabes pueden anticipar una situación que no conduce al cumplimiento de sus derechos. Pero esto no significa que tengan que renunciar a esos derechos. Muy al contrario, deberían rechazar todas aquellas soluciones que sean injustas, desarrollando al mismo tiempo una determinada alternativa democrática que presentar ante judíos y árabes dentro de un marco que pueda salvar el futuro bienestar de la región árabe como un todo.
Esta es la trayectoria de la busca de vida y desarrollo en el intento por mantener los medios de subsistencia en Palestina y en la resistencia contra las realidades que Israel crea de facto sobre el terreno. La resistencia puede conseguir avances parciales importantes a la vez que impide que se normalice la condición colonialista. Sin embargo, el mayor desafío a plantear a Israel es a nivel regional y ha de basarse en el progreso acumulativo que puedan conseguir los árabes construyendo capacidades para resistir a Israel a través de la modernización de sus estados y sociedades, a través de la realización de tareas tan esenciales como la creación de sus potencialidades disuasorias, desarrollo económico y democratización. La lucha es larga, pero hay que emprenderla y al ritmo que más adecuado sea. El tiempo no juega a favor de Israel; está a favor de quién lo utilice sagazmente. Esa es uno de las lecciones más importantes de los últimos sesenta años.
Enlaces con los textos originales en inglés:
Episodio I: http://weekly.ahram.org.eg/2008/889.op2.htm
Episodio II: http://weekly.ahram.org.eg/2008/890/op1.htm
Episodio III: http://weekly.ahram.org.eg/2008/891/op1.htm
Biografías:
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