El incendio de la Mezquita de Al-Aqsa dos años después de la derrota árabe de junio de 1967, en un clima exacerbado por un ambiente de catástrofes y humillación, fue el detonador del resurgimiento del sentimiento religioso en el espacio árabe musulmán con la consecuencia inevitable de la marginación progresiva del nacionalismo árabe, punta de lanza de la reivindicación independentista del período postcolonial que siguió a la II Guerra Mundial (1939-1945).
La incineración de la de la Cúpula de la Mezquita el 21 de agosto de 1969, se percibió de golpe como el preludio de una judaización rampante del sector árabe de la Ciudad Santa de Jerusalén. Puso en ebullición al mundo árabe y musulmán y favoreció su unión simbólica dando origen a la puesta en marcha de la primera cumbre islámica contemporánea, el 1 de septiembre de 1969 en Rabat, patrocinada por los monarcas árabes pro estadounidenses Faysal de Arabia y Hassan II de Marruecos, respaldados para la ocasión por el Sha de Irán, Reza Pahlevi, y Pakistán, el mayor estado islámico después de Indonesia y una de las grandes potencias militares de Asia.
A este respecto, el incendio del tercer santuario del islam aparece retrospectivamente como el certificado de nacimiento del islamismo político, una fecha fundadora de la historia de la esfera árabe musulmana que se ha convertido, a lo largo del tiempo, en uno de los mayores desafíos de la historia contemporánea.
Al principio el islamismo pudo ser un arma absoluta de doble dirección con el fin, por una parte, de marginar el nacionalismo árabe después de neutralizarlo, así como a su jefe carismático Gamal Abdel Nasser, desestabilizado por la derrota de 1967; y por otra parte serviría de palanca en el combate contra el comunismo, al amparo de la lucha contra el ateísmo, en plena guerra fría soviético-estadounidense.
Pero treinta y ocho años después de su puesta en marcha con motivo del incendio de Al-Aqsa, cuya conmemoración se celebra el 21 de agosto ante una indiferencia casi general que raya en el olvido, el islamismo político, es decir, la instrumentalización de la religión musulmana como arma de guerra contra los enemigos de Estados Unidos y las petromonarquías del Golfo, a juzgar por el balance, parece haberse vuelto contra sus promotores como en un magistral efecto de bumerán.
Israel, potencia ocupante, se apresuró a imputar la responsabilidad de ese acto sacrílego a un iluminado, el australiano de confesión judía Michael Rosen, diagnosticado como perturbado mental. El mismo diagnóstico se utilizó 24 años más tarde contra otro iluminado, Baruch Goldstein, militante integrista judío autor de un tiroteo contra la mezquita de Hebrón en 1994, que causó varias decenas de víctimas. Parece que la demencia es un argumento conveniente para eximirse de cualquier responsabilidad y prescindir de todo cuestionamiento de la propia política.
El hombre, Michael Rosen, una vez perpetrado su crimen cayó en el olvido, pero las consecuencias de su acto se hacen sentir todavía hoy confirmando no sólo el papel detonador de Jerusalén, como demostró la provocación de Ariel Sharon en la Explanada de las Mezquitas en septiembre de 2000 que desencadenó la segunda Intifada palestina, sino también la preponderancia que ha adquirido la agrupación islámica en la radicalización del conflicto árabe-israelí.
El Foro islámico de Rabat, que agrupaba entonces 35 países que se han convertido después en 55, desemboca en un cambio semántico que encubre una verdadera convulsión geoestratégica. La consigna del orden de la unidad árabe, motor de la reivindicación nacionalista durante un cuarto de siglo, cedió el paso a la solidaridad islámica; y en el ámbito político Nasser, que sucumbirá un año más tarde de una crisis cardíaca, cede la superioridad al encargado de los Lugares santos del Islam, el rey Faysal de Arabia Saudí.
Al amparo de la solidaridad islámica se opera un cambio. El centro de gravedad del mundo árabe se desplaza hacia el Golfo: de las repúblicas pro soviéticas a las petromonarquías pro estadounidenses, de las zonas de penuria contestatarias del Mediterráneo a las zonas de prosperidad letárgica del Golfo desértico, acentuando las separaciones y la rivalidad entre las dos vertientes del mundo árabe desde entonces diluido en un conjunto más extenso firmemente encuadrado, ante Israel, por el islam asiático, superior numéricamente a los musulmanes árabes y constituido por las potencias militares regionales musulmanas no árabes (Pakistán, Turquía e Irán). El nombramiento de un asiático, Tunku Abdul Rahman, ex Primer Ministro de Malasia, en el puesto de primer Secretario General de la Conferencia Islámica ratifica esta evolución.
Mientras en América Latina Estados Unidos combatía con firmeza al clero que postulaba la Teología de la Liberación y le acusaba de infectar al cristianismo de marxismo, en el escenario de Oriente Próximo vuelve la espalda con determinación a la estrategia adoptada en el continente sudamericano. Sin miedo a la contradicción patrocinó la potenciación de la monarquía wahabí, que representa la tendencia más rigurosa del islam suní, “la interpretación más pobre que nunca había conocido la historia teológica y doctrinal del islam”, según la expresión del catedrático franco-tunecino Abdel Wahhab Meddeb, profesor de Literatura comparada Islam-Europa en la Universidad París X-Nanterre (1)
Mientras 277 miembros religiosos o laicos que reclamaban la Teología de Liberación caían bajo las balas de los militares latinoamericanos dirigidos por instructores estadounidenses -haciendo del martirologio cristiano en América Latina uno de los más abultados de la época contemporánea-, Washington propulsaba sobre la escena diplomática internacional a uno de los regímenes más totalitarios del mundo al amparo de la lucha contra el totalitarismo (2).
Bajo la capa del ecumenismo y la solidaridad religiosa, el Foro islámico constituía en realidad una estructura política de obediencia estrictamente estadounidense. Así la India, el mayor país musulmán con trescientos millones de fieles, casi tantos como todos los países árabes juntos, sería vetado por su neutralidad igual que, por el comunismo, lo fue la Unión Soviética, en la que la población de las repúblicas musulmanas de Asia central sobrepasa ampliamente la de muchos países árabes, así como China que incluso no fue reconocida en la época por EEUU.
En cambio todos los antiguos miembros del CENTO (Organización del Tratado Central) que agrupaba a los grandes países musulmanes no árabes (Pakistán, Irán, Turquía) estaban omnipresentes, especialmente Turquía, oficialmente laica pero que servía de escudo en el flanco oriental de la OTAN y que llevó la sumisión hasta el punto de negar que Argelia estaba librando una guerra de independencia contra Francia y votar en ese sentido en la ONU.
Concluido en 1955 en Bagdad, en la época feudo británico, el Pacto de Bagdad o Pacto del CENTO, que aseguraba la unión militar entre la OTAN (el frente atlántico) y la OTASE (Organización del Tratado del Sudeste Asiático), se neutralizó durante la destitución de la monarquía iraquí en 1958. El Foro islámico lo reactivó indirectamente con el impulso de todos sus antiguos miembros y la marginación progresiva de los representantes del nacionalismo árabe.
Irán imperial, gendarme del Golfo y principal proveedor energético de Israel; Pakistán, cuyos pilotos garantizaban la protección del espacio aéreo saudí e Indonesia, cuyo presidente Ahmad Suharto acababa de ahogar a cerca de un millón de comunistas en el baño de sangre de una terrible represión, asistían a Turquía en su función de guardián de los intereses occidentales en el foro islámico.
En esa estructura el orden petrolero estadounidense, se pensaba entonces, podría reinar sin divisiones ni grandes problemas, permitiendo a EEUU reconciliar los intereses contradictorios que desembocarían, un cuarto de siglo más tarde, en un choque frontal: el suministro energético barato de las petromonarquías que ejercían al mismo tiempo la función de principales guardianes de Israel, el mayor enemigo de los árabes. Tres acontecimientos –el destronamiento del sah de Irán en 1979, el asalto el mismo año al santuario de la Meca por opositores saudíes y el espectacular asesinato televisado del presidente egipcio Anuar El-Sadat el 6 de octubre de 1981, resonaron como disparos de advertencia, reactivando y amplificando el combate islamista, sin por ello disipar la euforia saudí estadounidense (3).
Tras la cumbre islámica y el primer shock petrolero que siguió a la guerra de octubre de 1973, un extraordinario período de expansión político religiosa verá florecer en toda Europa Occidental y en los demás continentes, a menudo con el consentimiento de los países de acogida, las mezquitas de rito wahabí; ese período culminó con la tercera guerra israelo-árabe “la guerra del Ramadán” y la guerra de Afganistán (1980-1990).
En aquella época era de buen tono que cada país europeo tuviera su “islamista”. Sesenta dirigentes islamistas residían entonces en Europa Occidental, de los cuales catorce tenían el estatus de “refugiados políticos”, en particular Talaat Fouad Kassem (Dinamarca), antiguo conjurado de la conspiración contra Sadat por la que se le condenó a siete años de prisión y que después fue promovido a portavoz del movimiento islamista en Europa.
Este hombre tuvo que poner en sordina las actividades de su oficina de Copenhague tras el atentado contra Mubarak en 1995, igual que Aymane Al-Zawahri, mano derecha de Osama Bin Laden, que residía en la época en Suiza en calidad de “comendador de los creyentes de las agrupaciones islamistas de Europa”, así como sus dos colaboradores más próximos, Hani Al-Sibai (Noruega) y Adel Abdel Majid (Gran Bretaña).
En esa época Londres era la capital mundial del islam contestatario, puesto que contaba entre sus huéspedes con los principales opositores islamistas, como el tunecino Rachid Ghannouchi, el sudanés Moubarak Fadel Al-Mahdi, el pakistaní Attaf Hussein, jefe del partido de oposición Muhajir Qawmi Movement (MQM) y el argelino Kamar Eddine Katbane, vicepresidente del comité del FIS (Frente Islámico de Salvación).
Desde su participación en la invasión estadounidense de Iraq en 2003 el Reino Unido, especialmente Londres, ha sido golpeado, a su vez, por un atentado que ocasionó 50 muertes el 7 de julio de 2005, día de la inauguración de la Cumbre del G8 en su territorio e inmediatamente después de la decisión del Comité Olímpico Internacional de asignarle la organización de los Juegos Olímpicos de 2012.
Se pone en marcha un proselitismo en todos los sentidos. Es la época en la que despega la Liga del Mundo Islámico y en la que Arabia Saudí, para romper la superioridad egipcia en los asuntos árabes, propulsa “el Consejo de Cooperación del Golfo”, especie de “sindicato de defensa de los intereses de los emires petroleros pro estadounidenses del Golfo”, según la expresión de la oposición antimonárquica de la época. Se excluirán de esta instancia tanto Iraq como Irán a pesar de ser importantes países petroleros y por añadidura ribereños de la vía marítima. Si el Consejo de Cooperación del Golfo se convierte en el instrumento de la diplomacia regional de Arabia, la Liga del Mundo islámico será el referente por excelencia de las comunidades musulmanas de la diáspora.
La Liga, asentada en la Meca, dirigida estatutariamente por un saudí, controladora de la formación de los imanes y predicadores, de la asignación de las becas de estudios y del desarrollo de los instrumentos de comunicación de orientación pedagógica (difusión del Corán y documentos audiovisuales), supervisaba también la misión del “Consejo Superior de las Mezquitas” que le está afiliado y cuya tarea exclusiva es la promoción de los centros de culto en el mundo.
En Europa la Liga dispondrá de representación en la mayoría de las metrópolis (Londres, Bruselas, Roma, Ginebra, Viena, Copenhague, Lisboa y Madrid). La introducción de las poblaciones musulmanas se hará de manera estratégica por la multiplicación de los centros culturales y religiosos e instituciones especializadas.
Arabia Saudí distribuirá a sus principales instituciones entre las grandes capitales europeas con el fin de implicar al mayor número de los países de la Unión en su política de sensibilización islámica y prevenir cualquier vacío institucional que aprovechase a sus rivales.
Si el Consejo Continental de las Mezquitas de Europa eligió Bruselas como sede, la Academia Europea de Jurisprudencia Islámica se basó en Londres. Estas dos instituciones fueron duplicadas en una organización internacional World Assembly of Muslim Youth cuya vocación era hacer de contrapunto a la organización correspondiente de los Hermanos Musulmanes, la The International Islamic Fédération of students Organization.
La existencia de la Liga del Mundo Islámico traducía entonces la preocupación constante de los dirigentes wahabíes de asegurar la supervisión de la gestión del ámbito espiritual del mundo musulmán. Verdadera estructura de diplomacia paralela, la Liga Islámica fue la precursora y matriz de la Organización de la Conferencia Islámica, la vasta alianza de una cincuentena de países que representa a cerca de mil millones de personas y se ha convertido en uno de los foros más importantes del mundo no occidental. En la época no era cuestión de “peligro islamista” o “choques de civilizaciones”, sino de alianza contra el ateísmo antitotalitario sobre el fondo del reciclaje de petrodólares.
Para responder a la demanda, en plena Yihad Afgana, Arabia asignó una subvención anual de alrededor de 750.000 dólares a la Universidad islámica de Islamabad dirigida entonces por un rector de su devoción que le permitía supervisar la producción de la jurisprudencia islámica de esta institución, la cual constituía junto con el Centro Islámico de Lahore (Pakistán), una de las más fértiles fuentes de jurisprudencia del mundo musulmán, muy por delante de la Universidad egipcia de Al Azhar. Incluso, en 1984, el reino se dotó con una imprenta especial “el complejo del Rey Fahd para la impresión del Libro Sagrado”, que publicaba anualmente ocho millones de ejemplares en las principales lenguas de la esfera musulmana (francés, inglés, árabe, español, hausa, urdu, turco) y llegó a ser el principal abastecedor del Libro Santo en el mundo. En total, durante la década de 1980, Arabia publicó 53 millones de ejemplares del Corán de los que ofreció gratuitamente 36 millones a fieles de 78 países con motivo del Ramadán. Se ofrecieron 26 millones de ejemplares a los fieles de los países de Asia, 5 millones para África, 1 millón para Europa igual que para Australia y América y el resto a los peregrinos con motivo de la peregrinación a la Meca.
Arabia Saudí, que durante la década de 1980 consagró cerca de 1.000 millones de dólares al mantenimiento de los lugares de culto, cuenta con 30.000 mezquitas y 90 Universidades y facultades teológicas, récord mundial absoluto con relación a la densidad de la población. Durante la misma década el Rey Fahd también procedió al agrandamiento de los lugares situados en el recinto del perímetro sagrado de los Lugares santos del Islam decuplicando su superficie y capacidad de recepción, hasta de 730.000 fieles para La Meca y 650.000 para Medina, mientras que simultáneamente aplicaba sus esfuerzos a la enseñanza religiosa con ayuda de las dos grandes universidades islámicas del reino: la Universidad del imán Mohamad Ben Saoud de Riad, que se encargó de la formación de 23.000 estudiantes de una cuarentena de nacionalidades, y la Universidad Oum Al Qorah en La Meca (16.000 estudiantes de 47 nacionalidades), que se convirtieron en otros tantos afanosos propagadores de la concepción saudí del islam en la comunidad de los países musulmanes (4).
Ciertamente la utilización de Arabia Saudí, el mayor propietario de las reservas energéticas del mundo, del arma del petróleo para apoyar a los egipcios y los sirios en su lucha para la reconquista de sus territorios ocupados por Israel en 1967, colocó a Faysal en la cresta de la popularidad y propulsó a la monarquía wahabí, gracias al maná petrolero, al papel de referente espiritual y económico del mundo árabe musulmán.
También es cierto que en Afganistán la alianza saudí-estadounidense en la guerra contra la URSS, por combatientes islamistas interpuestos (1980-1989), precipitó la caída del imperio soviético y la implosión del bloque comunista originando una profunda convulsión del reparto planetario a favor de los dos grandes dogmas de la diplomacia estadounidense, la unilateralidad y el libre acceso a los recursos energéticos.
Pero a excepción de estos dos hechos de armas, treinta y ocho años después del lanzamiento del islamismo político, el balance, no obstante, parece globalmente calamitoso para sus promotores, como si la dinámica iniciada por los saudíes y estadounidenses hubiera escapado de sus tutores dándose la vuelta contra los comanditarios en un clásico ejercicio de aprendiz de brujo.
Ciertamente Arabia Saudí y sus aliados monárquicos sacaron provecho, al menos indirectamente, de la neutralización de Líbano y Argelia, las dos plataformas territoriales de los movimientos de liberación del tercer mundo en los años 1960-70, que implosionaron en sendas guerras civiles en el último cuarto del siglo XX, el primero en el Machreq (1975-1990) y el segundo en el Magreb (1990). Pero el triunfo de Faysal y sus aliados fue de corta duración. El monarca wahabí no sobrevivió mucho tiempo a su rival egipcio. Cinco años después de Nasser, el rey Faysal caía bajo el fuego de uno de sus sobrinos en marzo de 1975, por un acto de venganza proveniente de la gran tradición de la vendetta de las sociedades de clan (5).
Su colega iraní el Sah de Irán perdió su trono cuatro años más tarde, en 1979, sustituido por islamistas de una nueva especie que instauraron, bajo la batuta de su jefe espiritual el Ayatolá Ruhollah Jomeini, una “república islámica”, primer estado abiertamente teocrático del mundo y, por añadidura, resueltamente antiestadounidense. Su compadre egipcio, Anuar El-Sadat, que representaba a Egipto como vicepresidente de Nasser en la primera cumbre islámica de Rabat, cayó dos años más tarde bajo las balas de los islamistas egipcios durante un atentado altamente difundido, el día aniversario de la destrucción de la línea defensiva israelí en el Canal de Suez, “la línea Bar Lev”.
En cuanto a Marruecos, largamente afligido por las consecuencias desastrosas del calamitoso reinado de Hassan II, es desde entonces el principal foco de exportación de voluntarios islamistas con destino a la Europa Occidental y el mayor abastecedor de droga también hacia este destino, del orden de 12.000 millones de dólares al año (6).
Afganistán liberado, uno tras otro, del yugo comunista y del oscurantismo de los wahabíes afganos, los talibanes, se convierte en el puesto de mando virtual de la mayor organización clandestina islamista transnacional con ramificaciones planetarias, Al Qaeda, dirigida simbólicamente por un antiguo protegido de los saudíes y estadounidenses, su intermediario con los talibanes, Osama Bin Laden, que coexiste con el poder pro estadounidense ejercido por Hamid Karzai sobre una porción mínima del territorio.
Iraq, punta de lanza de la guerra contra Irán y su revolución islámica, se transformó en el principal escenario del enfrentamiento entre islamistas y estadounidenses, el principal campo de batalla contra la hegemonía militar de EEUU. Sadam Husein, su presidente de entonces, el aliado soterrado de los estadounidenses y saudíes en la guerra contra el expansionismo iraní, despedido por sus antiguos patrones, fue colgado en una ceremonia odiosamente macabra, último paso de una mascarada de proceso que ha mancillado para mucho tiempo la justicia de EEUU y la Justicia internacional.
Líbano, destinado a convertirse en el cementerio del movimiento nacional palestino con motivo de la invasión israelí de Beirut en junio de 1982, rompió el mito de la invencibilidad del ejército israelí, lo que dio lugar al nacimiento de la principal organización religiosa político-militar libanesa, Hezbolá, punta de lanza de la lucha contra Israel.
Obligado a retirarse de Líbano frente a la resistencia de este movimiento chií libanés, Israel sufre de lleno el azote, con 960 víctimas en cuatro años, de la Intifada (2000-2004) y las repercusiones del resplandor islamista cuya potenciación había favorecido con el fin de ganarse a Yasser Arafat, el jefe histórico del movimiento nacional palestino. Un revés reiterado en 2006 con la guerra emprendida contra Líbano en la que, por primera vez en la historia del conflicto israeloárabe, se han bombardeado poblaciones israelíes del norte de Israel, especialmente Haifa. Arabia Saudí, por fin, profundamente desestabilizada por atentados mortíferos periódicos y por la revelación de numerosas complicidades en los círculos del poder monárquico, se plantea a partir de ahora la cuestión de la perpetuidad de la dinastía wahabí.
Estados Unidos doblemente victorioso tanto en Afganistán (2001) como en Iraq (2003), pero moralmente desacreditado por sus abusos y las mentiras sobre los objetivos de la guerra de Iraq, es objeto de un odio casi general en el mundo árabe musulmán, expuesto a una guerrilla permanente y sangrienta que suscita, incluso entre los aliados occidentales, una sospecha en cuanto a la eficacia de la política de la primera potencia planetaria. Sobre las ruinas del colonialismo francés e inglés Estados Unidos apoyó las independencias de Marruecos y Argelia a raíz de la aventura de Suez, en 1956, y fue acogido como un héroe por los pueblos árabes pero, menospreciando las lecciones de la historia, fundó su hegemonía en la connivencia con las fuerzas árabes más conservadoras y en alianzas contra natura con los mayores enemigos del mundo árabe dilapidando su capital de simpatía por una política errática ilustrada por la lucha implacable que mantuvo contra el nacionalismo árabe que renacía, haciéndole así la cama al integrismo islámico.
Una diplomacia de las cañoneras y la negación de las aspiraciones profundas de los pueblos autóctonos en la más pura tradición colonial europea, acabó originando una réplica, materializada en el uso del arma del terrorismo, en una lucha desigual que llegó al paroxismo con una cultura de la muerte con objetivos tanto en Nueva York como en Washington, en Israel y Palestina como en Riad, Kabul, Ankara, Casablanca, Madrid, Londres, Faluya, Nayaf o, en todo caso, una desarticulación del adversario si no es posible su destrucción.
La geoestrategia tectónica impulsada por los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra EEUU y la conspiración frontal que siguió contra Afganistán e Iraq, los dos principales centros de percusión de la estrategia regional del eje saudí-estadounidense en la esfera árabe musulmana, constituyeron el acta fundacional de una nueva forma de subversión transnacional antioccidente, así como el acta de la ruptura con el antiguo orden árabe.
El “martes negro” estadounidense, la implosión de bombas humanas volantes contra los símbolos económicos y militares de la superpotencia, el Pentágono en Washington y las torres gemelas del World Trade Center de New York, modificó radicalmente las formas de la lucha político militar.
Esa primera irrupción brutal, en tiempo de paz en el territorio de un estado occidental, de crímenes masivos indiferentes a la calidad sociopolítica de las víctimas, constituye la primera ilustración, a escala planetaria, de las guerras asimétricas de la era postcomunista (7).
Pero esa estrategia catártica entre antiguos socios esenciales de la época de la guerra fría soviético estadounidense –los islamistas de la esfera de influencia saudí antisoviética y su padrino estadounidense- reveló sobre todo la gangrena de la instrumentalización abusiva de la religión como arma de lucha política a la vez que ponía al descubierto la ceguera política de EEUU, la vulnerabilidad del espacio nacional estadounidense, la impericia de los dirigentes árabes, la vacuidad intelectual de sus elites y la inutilidad del enlucido de las fachadas de los agrietados edificios del sistema político árabe como ha venido funcionando desde la independencia de los países árabes tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Estados Unidos, embarrancado en Afganistán e Iraq, debería pensar en reformarse, modificar su concepción del mundo y su enfoque de las relaciones internacionales, en paralelo a las reformas que recomienda al mundo árabe. A la vista del balance de la estrategia saudí-estadounidense, la reforma no podrá ser de dirección única. Esa podría ser la mayor enseñanza de una diplomacia poco coherente ejercida durante los últimos treinta y ocho años, tan perjudicial para EEUU como para los otros pueblos que antaño se consideraron sus amigos.
Notas:
(1) “La période la plus noire de l’histoire des Arabes” por Abdel Wahhab Meddeb, en el nº272 “l’Histoire”: “Les Arabes de la Mecque aux Banlieues de l’Islam”.
(2) El martirologio cristiano en América Latina de 1966 a 1992 asciende a cuatro obispos, 85 sacerdotes, 19 religiosas católicas, 10 religiosos no sacerdotes, 9 pastores y 150 laicos miembros del movimiento católico y cooperantes extranjeros asesinados por motivos políticos; además redujo al silencio a varios teólogos, especialmente a Hans Kung (Suiza) y al sacerdote brasileño franciscano Leonardo Boff, Guerre froide et Eglise catholique en Amérique Latine, Editions du Cerf 1999-Charles Antoine.
(3) Un miembro de la hermandad saudí de Al-Ikhwane, Jouneib Al-Oteiba, soportó un asedio de 18 días en el sótano y los pisos superiores del santuario de la Meca antes de ser expulsado por el GIGN, las tropas de elite de la gendarmería francesa, en una intervención que marcaría la primera presencia cristiana en este importante Lugar santo del Islam y que fue considerada una profanación por los islamistas rigurosos.
(4) Declaración de Mohamad Ben Abdel Rahman Ben Salman, viceministro saudí de bienes religiosos en la primera guerra contra Iraq, en la revista saudí Al-Majallah, N° 593, del 19-25 de junio de 1991.
(5) El rey Faysal fue asesinado por Fahd Ben Massaede, hermano de un príncipe a quien mató la policía saudí diez años antes, en 1965, en una manifestación contra la puesta en marcha del sistema audiovisual en el reino.
(6) Informe del Drug Enforcement Administración (DEA) de 2002 citado en Comment la France a perdu l’Afrique, Antoine Glaser y Stephen Smith, ed. Calmann-Lévy, mayo 2005, París.
(7) Laurent Bonelli, investigador de Ciencias Políticas en la Universidad París X-Nanterre, en Le Monde Diplomatique nº de abril 2005 “Quand les services de renseignement construisent un nouvel ennemi”.
Original en francés: http://renenaba.blog.fr/2007/10/14/p3136299#more3136299
René Naba es un periodista francés de origen libanés antiguo responsable del mundo arabo-musulmán en el servicio diplomático de la Agencia France Presse y ex consejero del Director General de RMC/Moyen-Orient, encargado de la información. Es autor de las siguientes obras: Il était une fois la dépêche d’agence, Editions l’Armoise, 2007; Aux origines de la tragédie arabe, Éditions Bachari 2006. Du bougnoule au sauvageon, voyage dans l’imaginaire français, L’Harmattan 2002. Rafic Hariri, un homme d’affaires, Premier ministre, L’ Harmattan 2000. Guerre des ondes, guerre de religion, la bataille hertzienne dans le ciel méditerranéen, L’Harmattan 1998.
La incineración de la de la Cúpula de la Mezquita el 21 de agosto de 1969, se percibió de golpe como el preludio de una judaización rampante del sector árabe de la Ciudad Santa de Jerusalén. Puso en ebullición al mundo árabe y musulmán y favoreció su unión simbólica dando origen a la puesta en marcha de la primera cumbre islámica contemporánea, el 1 de septiembre de 1969 en Rabat, patrocinada por los monarcas árabes pro estadounidenses Faysal de Arabia y Hassan II de Marruecos, respaldados para la ocasión por el Sha de Irán, Reza Pahlevi, y Pakistán, el mayor estado islámico después de Indonesia y una de las grandes potencias militares de Asia.
A este respecto, el incendio del tercer santuario del islam aparece retrospectivamente como el certificado de nacimiento del islamismo político, una fecha fundadora de la historia de la esfera árabe musulmana que se ha convertido, a lo largo del tiempo, en uno de los mayores desafíos de la historia contemporánea.
Al principio el islamismo pudo ser un arma absoluta de doble dirección con el fin, por una parte, de marginar el nacionalismo árabe después de neutralizarlo, así como a su jefe carismático Gamal Abdel Nasser, desestabilizado por la derrota de 1967; y por otra parte serviría de palanca en el combate contra el comunismo, al amparo de la lucha contra el ateísmo, en plena guerra fría soviético-estadounidense.
Pero treinta y ocho años después de su puesta en marcha con motivo del incendio de Al-Aqsa, cuya conmemoración se celebra el 21 de agosto ante una indiferencia casi general que raya en el olvido, el islamismo político, es decir, la instrumentalización de la religión musulmana como arma de guerra contra los enemigos de Estados Unidos y las petromonarquías del Golfo, a juzgar por el balance, parece haberse vuelto contra sus promotores como en un magistral efecto de bumerán.
Israel, potencia ocupante, se apresuró a imputar la responsabilidad de ese acto sacrílego a un iluminado, el australiano de confesión judía Michael Rosen, diagnosticado como perturbado mental. El mismo diagnóstico se utilizó 24 años más tarde contra otro iluminado, Baruch Goldstein, militante integrista judío autor de un tiroteo contra la mezquita de Hebrón en 1994, que causó varias decenas de víctimas. Parece que la demencia es un argumento conveniente para eximirse de cualquier responsabilidad y prescindir de todo cuestionamiento de la propia política.
El hombre, Michael Rosen, una vez perpetrado su crimen cayó en el olvido, pero las consecuencias de su acto se hacen sentir todavía hoy confirmando no sólo el papel detonador de Jerusalén, como demostró la provocación de Ariel Sharon en la Explanada de las Mezquitas en septiembre de 2000 que desencadenó la segunda Intifada palestina, sino también la preponderancia que ha adquirido la agrupación islámica en la radicalización del conflicto árabe-israelí.
El Foro islámico de Rabat, que agrupaba entonces 35 países que se han convertido después en 55, desemboca en un cambio semántico que encubre una verdadera convulsión geoestratégica. La consigna del orden de la unidad árabe, motor de la reivindicación nacionalista durante un cuarto de siglo, cedió el paso a la solidaridad islámica; y en el ámbito político Nasser, que sucumbirá un año más tarde de una crisis cardíaca, cede la superioridad al encargado de los Lugares santos del Islam, el rey Faysal de Arabia Saudí.
Al amparo de la solidaridad islámica se opera un cambio. El centro de gravedad del mundo árabe se desplaza hacia el Golfo: de las repúblicas pro soviéticas a las petromonarquías pro estadounidenses, de las zonas de penuria contestatarias del Mediterráneo a las zonas de prosperidad letárgica del Golfo desértico, acentuando las separaciones y la rivalidad entre las dos vertientes del mundo árabe desde entonces diluido en un conjunto más extenso firmemente encuadrado, ante Israel, por el islam asiático, superior numéricamente a los musulmanes árabes y constituido por las potencias militares regionales musulmanas no árabes (Pakistán, Turquía e Irán). El nombramiento de un asiático, Tunku Abdul Rahman, ex Primer Ministro de Malasia, en el puesto de primer Secretario General de la Conferencia Islámica ratifica esta evolución.
Mientras en América Latina Estados Unidos combatía con firmeza al clero que postulaba la Teología de la Liberación y le acusaba de infectar al cristianismo de marxismo, en el escenario de Oriente Próximo vuelve la espalda con determinación a la estrategia adoptada en el continente sudamericano. Sin miedo a la contradicción patrocinó la potenciación de la monarquía wahabí, que representa la tendencia más rigurosa del islam suní, “la interpretación más pobre que nunca había conocido la historia teológica y doctrinal del islam”, según la expresión del catedrático franco-tunecino Abdel Wahhab Meddeb, profesor de Literatura comparada Islam-Europa en la Universidad París X-Nanterre (1)
Mientras 277 miembros religiosos o laicos que reclamaban la Teología de Liberación caían bajo las balas de los militares latinoamericanos dirigidos por instructores estadounidenses -haciendo del martirologio cristiano en América Latina uno de los más abultados de la época contemporánea-, Washington propulsaba sobre la escena diplomática internacional a uno de los regímenes más totalitarios del mundo al amparo de la lucha contra el totalitarismo (2).
Bajo la capa del ecumenismo y la solidaridad religiosa, el Foro islámico constituía en realidad una estructura política de obediencia estrictamente estadounidense. Así la India, el mayor país musulmán con trescientos millones de fieles, casi tantos como todos los países árabes juntos, sería vetado por su neutralidad igual que, por el comunismo, lo fue la Unión Soviética, en la que la población de las repúblicas musulmanas de Asia central sobrepasa ampliamente la de muchos países árabes, así como China que incluso no fue reconocida en la época por EEUU.
En cambio todos los antiguos miembros del CENTO (Organización del Tratado Central) que agrupaba a los grandes países musulmanes no árabes (Pakistán, Irán, Turquía) estaban omnipresentes, especialmente Turquía, oficialmente laica pero que servía de escudo en el flanco oriental de la OTAN y que llevó la sumisión hasta el punto de negar que Argelia estaba librando una guerra de independencia contra Francia y votar en ese sentido en la ONU.
Concluido en 1955 en Bagdad, en la época feudo británico, el Pacto de Bagdad o Pacto del CENTO, que aseguraba la unión militar entre la OTAN (el frente atlántico) y la OTASE (Organización del Tratado del Sudeste Asiático), se neutralizó durante la destitución de la monarquía iraquí en 1958. El Foro islámico lo reactivó indirectamente con el impulso de todos sus antiguos miembros y la marginación progresiva de los representantes del nacionalismo árabe.
Irán imperial, gendarme del Golfo y principal proveedor energético de Israel; Pakistán, cuyos pilotos garantizaban la protección del espacio aéreo saudí e Indonesia, cuyo presidente Ahmad Suharto acababa de ahogar a cerca de un millón de comunistas en el baño de sangre de una terrible represión, asistían a Turquía en su función de guardián de los intereses occidentales en el foro islámico.
En esa estructura el orden petrolero estadounidense, se pensaba entonces, podría reinar sin divisiones ni grandes problemas, permitiendo a EEUU reconciliar los intereses contradictorios que desembocarían, un cuarto de siglo más tarde, en un choque frontal: el suministro energético barato de las petromonarquías que ejercían al mismo tiempo la función de principales guardianes de Israel, el mayor enemigo de los árabes. Tres acontecimientos –el destronamiento del sah de Irán en 1979, el asalto el mismo año al santuario de la Meca por opositores saudíes y el espectacular asesinato televisado del presidente egipcio Anuar El-Sadat el 6 de octubre de 1981, resonaron como disparos de advertencia, reactivando y amplificando el combate islamista, sin por ello disipar la euforia saudí estadounidense (3).
Tras la cumbre islámica y el primer shock petrolero que siguió a la guerra de octubre de 1973, un extraordinario período de expansión político religiosa verá florecer en toda Europa Occidental y en los demás continentes, a menudo con el consentimiento de los países de acogida, las mezquitas de rito wahabí; ese período culminó con la tercera guerra israelo-árabe “la guerra del Ramadán” y la guerra de Afganistán (1980-1990).
En aquella época era de buen tono que cada país europeo tuviera su “islamista”. Sesenta dirigentes islamistas residían entonces en Europa Occidental, de los cuales catorce tenían el estatus de “refugiados políticos”, en particular Talaat Fouad Kassem (Dinamarca), antiguo conjurado de la conspiración contra Sadat por la que se le condenó a siete años de prisión y que después fue promovido a portavoz del movimiento islamista en Europa.
Este hombre tuvo que poner en sordina las actividades de su oficina de Copenhague tras el atentado contra Mubarak en 1995, igual que Aymane Al-Zawahri, mano derecha de Osama Bin Laden, que residía en la época en Suiza en calidad de “comendador de los creyentes de las agrupaciones islamistas de Europa”, así como sus dos colaboradores más próximos, Hani Al-Sibai (Noruega) y Adel Abdel Majid (Gran Bretaña).
En esa época Londres era la capital mundial del islam contestatario, puesto que contaba entre sus huéspedes con los principales opositores islamistas, como el tunecino Rachid Ghannouchi, el sudanés Moubarak Fadel Al-Mahdi, el pakistaní Attaf Hussein, jefe del partido de oposición Muhajir Qawmi Movement (MQM) y el argelino Kamar Eddine Katbane, vicepresidente del comité del FIS (Frente Islámico de Salvación).
Desde su participación en la invasión estadounidense de Iraq en 2003 el Reino Unido, especialmente Londres, ha sido golpeado, a su vez, por un atentado que ocasionó 50 muertes el 7 de julio de 2005, día de la inauguración de la Cumbre del G8 en su territorio e inmediatamente después de la decisión del Comité Olímpico Internacional de asignarle la organización de los Juegos Olímpicos de 2012.
Se pone en marcha un proselitismo en todos los sentidos. Es la época en la que despega la Liga del Mundo Islámico y en la que Arabia Saudí, para romper la superioridad egipcia en los asuntos árabes, propulsa “el Consejo de Cooperación del Golfo”, especie de “sindicato de defensa de los intereses de los emires petroleros pro estadounidenses del Golfo”, según la expresión de la oposición antimonárquica de la época. Se excluirán de esta instancia tanto Iraq como Irán a pesar de ser importantes países petroleros y por añadidura ribereños de la vía marítima. Si el Consejo de Cooperación del Golfo se convierte en el instrumento de la diplomacia regional de Arabia, la Liga del Mundo islámico será el referente por excelencia de las comunidades musulmanas de la diáspora.
La Liga, asentada en la Meca, dirigida estatutariamente por un saudí, controladora de la formación de los imanes y predicadores, de la asignación de las becas de estudios y del desarrollo de los instrumentos de comunicación de orientación pedagógica (difusión del Corán y documentos audiovisuales), supervisaba también la misión del “Consejo Superior de las Mezquitas” que le está afiliado y cuya tarea exclusiva es la promoción de los centros de culto en el mundo.
En Europa la Liga dispondrá de representación en la mayoría de las metrópolis (Londres, Bruselas, Roma, Ginebra, Viena, Copenhague, Lisboa y Madrid). La introducción de las poblaciones musulmanas se hará de manera estratégica por la multiplicación de los centros culturales y religiosos e instituciones especializadas.
Arabia Saudí distribuirá a sus principales instituciones entre las grandes capitales europeas con el fin de implicar al mayor número de los países de la Unión en su política de sensibilización islámica y prevenir cualquier vacío institucional que aprovechase a sus rivales.
Si el Consejo Continental de las Mezquitas de Europa eligió Bruselas como sede, la Academia Europea de Jurisprudencia Islámica se basó en Londres. Estas dos instituciones fueron duplicadas en una organización internacional World Assembly of Muslim Youth cuya vocación era hacer de contrapunto a la organización correspondiente de los Hermanos Musulmanes, la The International Islamic Fédération of students Organization.
La existencia de la Liga del Mundo Islámico traducía entonces la preocupación constante de los dirigentes wahabíes de asegurar la supervisión de la gestión del ámbito espiritual del mundo musulmán. Verdadera estructura de diplomacia paralela, la Liga Islámica fue la precursora y matriz de la Organización de la Conferencia Islámica, la vasta alianza de una cincuentena de países que representa a cerca de mil millones de personas y se ha convertido en uno de los foros más importantes del mundo no occidental. En la época no era cuestión de “peligro islamista” o “choques de civilizaciones”, sino de alianza contra el ateísmo antitotalitario sobre el fondo del reciclaje de petrodólares.
Para responder a la demanda, en plena Yihad Afgana, Arabia asignó una subvención anual de alrededor de 750.000 dólares a la Universidad islámica de Islamabad dirigida entonces por un rector de su devoción que le permitía supervisar la producción de la jurisprudencia islámica de esta institución, la cual constituía junto con el Centro Islámico de Lahore (Pakistán), una de las más fértiles fuentes de jurisprudencia del mundo musulmán, muy por delante de la Universidad egipcia de Al Azhar. Incluso, en 1984, el reino se dotó con una imprenta especial “el complejo del Rey Fahd para la impresión del Libro Sagrado”, que publicaba anualmente ocho millones de ejemplares en las principales lenguas de la esfera musulmana (francés, inglés, árabe, español, hausa, urdu, turco) y llegó a ser el principal abastecedor del Libro Santo en el mundo. En total, durante la década de 1980, Arabia publicó 53 millones de ejemplares del Corán de los que ofreció gratuitamente 36 millones a fieles de 78 países con motivo del Ramadán. Se ofrecieron 26 millones de ejemplares a los fieles de los países de Asia, 5 millones para África, 1 millón para Europa igual que para Australia y América y el resto a los peregrinos con motivo de la peregrinación a la Meca.
Arabia Saudí, que durante la década de 1980 consagró cerca de 1.000 millones de dólares al mantenimiento de los lugares de culto, cuenta con 30.000 mezquitas y 90 Universidades y facultades teológicas, récord mundial absoluto con relación a la densidad de la población. Durante la misma década el Rey Fahd también procedió al agrandamiento de los lugares situados en el recinto del perímetro sagrado de los Lugares santos del Islam decuplicando su superficie y capacidad de recepción, hasta de 730.000 fieles para La Meca y 650.000 para Medina, mientras que simultáneamente aplicaba sus esfuerzos a la enseñanza religiosa con ayuda de las dos grandes universidades islámicas del reino: la Universidad del imán Mohamad Ben Saoud de Riad, que se encargó de la formación de 23.000 estudiantes de una cuarentena de nacionalidades, y la Universidad Oum Al Qorah en La Meca (16.000 estudiantes de 47 nacionalidades), que se convirtieron en otros tantos afanosos propagadores de la concepción saudí del islam en la comunidad de los países musulmanes (4).
Ciertamente la utilización de Arabia Saudí, el mayor propietario de las reservas energéticas del mundo, del arma del petróleo para apoyar a los egipcios y los sirios en su lucha para la reconquista de sus territorios ocupados por Israel en 1967, colocó a Faysal en la cresta de la popularidad y propulsó a la monarquía wahabí, gracias al maná petrolero, al papel de referente espiritual y económico del mundo árabe musulmán.
También es cierto que en Afganistán la alianza saudí-estadounidense en la guerra contra la URSS, por combatientes islamistas interpuestos (1980-1989), precipitó la caída del imperio soviético y la implosión del bloque comunista originando una profunda convulsión del reparto planetario a favor de los dos grandes dogmas de la diplomacia estadounidense, la unilateralidad y el libre acceso a los recursos energéticos.
Pero a excepción de estos dos hechos de armas, treinta y ocho años después del lanzamiento del islamismo político, el balance, no obstante, parece globalmente calamitoso para sus promotores, como si la dinámica iniciada por los saudíes y estadounidenses hubiera escapado de sus tutores dándose la vuelta contra los comanditarios en un clásico ejercicio de aprendiz de brujo.
Ciertamente Arabia Saudí y sus aliados monárquicos sacaron provecho, al menos indirectamente, de la neutralización de Líbano y Argelia, las dos plataformas territoriales de los movimientos de liberación del tercer mundo en los años 1960-70, que implosionaron en sendas guerras civiles en el último cuarto del siglo XX, el primero en el Machreq (1975-1990) y el segundo en el Magreb (1990). Pero el triunfo de Faysal y sus aliados fue de corta duración. El monarca wahabí no sobrevivió mucho tiempo a su rival egipcio. Cinco años después de Nasser, el rey Faysal caía bajo el fuego de uno de sus sobrinos en marzo de 1975, por un acto de venganza proveniente de la gran tradición de la vendetta de las sociedades de clan (5).
Su colega iraní el Sah de Irán perdió su trono cuatro años más tarde, en 1979, sustituido por islamistas de una nueva especie que instauraron, bajo la batuta de su jefe espiritual el Ayatolá Ruhollah Jomeini, una “república islámica”, primer estado abiertamente teocrático del mundo y, por añadidura, resueltamente antiestadounidense. Su compadre egipcio, Anuar El-Sadat, que representaba a Egipto como vicepresidente de Nasser en la primera cumbre islámica de Rabat, cayó dos años más tarde bajo las balas de los islamistas egipcios durante un atentado altamente difundido, el día aniversario de la destrucción de la línea defensiva israelí en el Canal de Suez, “la línea Bar Lev”.
En cuanto a Marruecos, largamente afligido por las consecuencias desastrosas del calamitoso reinado de Hassan II, es desde entonces el principal foco de exportación de voluntarios islamistas con destino a la Europa Occidental y el mayor abastecedor de droga también hacia este destino, del orden de 12.000 millones de dólares al año (6).
Afganistán liberado, uno tras otro, del yugo comunista y del oscurantismo de los wahabíes afganos, los talibanes, se convierte en el puesto de mando virtual de la mayor organización clandestina islamista transnacional con ramificaciones planetarias, Al Qaeda, dirigida simbólicamente por un antiguo protegido de los saudíes y estadounidenses, su intermediario con los talibanes, Osama Bin Laden, que coexiste con el poder pro estadounidense ejercido por Hamid Karzai sobre una porción mínima del territorio.
Iraq, punta de lanza de la guerra contra Irán y su revolución islámica, se transformó en el principal escenario del enfrentamiento entre islamistas y estadounidenses, el principal campo de batalla contra la hegemonía militar de EEUU. Sadam Husein, su presidente de entonces, el aliado soterrado de los estadounidenses y saudíes en la guerra contra el expansionismo iraní, despedido por sus antiguos patrones, fue colgado en una ceremonia odiosamente macabra, último paso de una mascarada de proceso que ha mancillado para mucho tiempo la justicia de EEUU y la Justicia internacional.
Líbano, destinado a convertirse en el cementerio del movimiento nacional palestino con motivo de la invasión israelí de Beirut en junio de 1982, rompió el mito de la invencibilidad del ejército israelí, lo que dio lugar al nacimiento de la principal organización religiosa político-militar libanesa, Hezbolá, punta de lanza de la lucha contra Israel.
Obligado a retirarse de Líbano frente a la resistencia de este movimiento chií libanés, Israel sufre de lleno el azote, con 960 víctimas en cuatro años, de la Intifada (2000-2004) y las repercusiones del resplandor islamista cuya potenciación había favorecido con el fin de ganarse a Yasser Arafat, el jefe histórico del movimiento nacional palestino. Un revés reiterado en 2006 con la guerra emprendida contra Líbano en la que, por primera vez en la historia del conflicto israeloárabe, se han bombardeado poblaciones israelíes del norte de Israel, especialmente Haifa. Arabia Saudí, por fin, profundamente desestabilizada por atentados mortíferos periódicos y por la revelación de numerosas complicidades en los círculos del poder monárquico, se plantea a partir de ahora la cuestión de la perpetuidad de la dinastía wahabí.
Estados Unidos doblemente victorioso tanto en Afganistán (2001) como en Iraq (2003), pero moralmente desacreditado por sus abusos y las mentiras sobre los objetivos de la guerra de Iraq, es objeto de un odio casi general en el mundo árabe musulmán, expuesto a una guerrilla permanente y sangrienta que suscita, incluso entre los aliados occidentales, una sospecha en cuanto a la eficacia de la política de la primera potencia planetaria. Sobre las ruinas del colonialismo francés e inglés Estados Unidos apoyó las independencias de Marruecos y Argelia a raíz de la aventura de Suez, en 1956, y fue acogido como un héroe por los pueblos árabes pero, menospreciando las lecciones de la historia, fundó su hegemonía en la connivencia con las fuerzas árabes más conservadoras y en alianzas contra natura con los mayores enemigos del mundo árabe dilapidando su capital de simpatía por una política errática ilustrada por la lucha implacable que mantuvo contra el nacionalismo árabe que renacía, haciéndole así la cama al integrismo islámico.
Una diplomacia de las cañoneras y la negación de las aspiraciones profundas de los pueblos autóctonos en la más pura tradición colonial europea, acabó originando una réplica, materializada en el uso del arma del terrorismo, en una lucha desigual que llegó al paroxismo con una cultura de la muerte con objetivos tanto en Nueva York como en Washington, en Israel y Palestina como en Riad, Kabul, Ankara, Casablanca, Madrid, Londres, Faluya, Nayaf o, en todo caso, una desarticulación del adversario si no es posible su destrucción.
La geoestrategia tectónica impulsada por los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra EEUU y la conspiración frontal que siguió contra Afganistán e Iraq, los dos principales centros de percusión de la estrategia regional del eje saudí-estadounidense en la esfera árabe musulmana, constituyeron el acta fundacional de una nueva forma de subversión transnacional antioccidente, así como el acta de la ruptura con el antiguo orden árabe.
El “martes negro” estadounidense, la implosión de bombas humanas volantes contra los símbolos económicos y militares de la superpotencia, el Pentágono en Washington y las torres gemelas del World Trade Center de New York, modificó radicalmente las formas de la lucha político militar.
Esa primera irrupción brutal, en tiempo de paz en el territorio de un estado occidental, de crímenes masivos indiferentes a la calidad sociopolítica de las víctimas, constituye la primera ilustración, a escala planetaria, de las guerras asimétricas de la era postcomunista (7).
Pero esa estrategia catártica entre antiguos socios esenciales de la época de la guerra fría soviético estadounidense –los islamistas de la esfera de influencia saudí antisoviética y su padrino estadounidense- reveló sobre todo la gangrena de la instrumentalización abusiva de la religión como arma de lucha política a la vez que ponía al descubierto la ceguera política de EEUU, la vulnerabilidad del espacio nacional estadounidense, la impericia de los dirigentes árabes, la vacuidad intelectual de sus elites y la inutilidad del enlucido de las fachadas de los agrietados edificios del sistema político árabe como ha venido funcionando desde la independencia de los países árabes tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Estados Unidos, embarrancado en Afganistán e Iraq, debería pensar en reformarse, modificar su concepción del mundo y su enfoque de las relaciones internacionales, en paralelo a las reformas que recomienda al mundo árabe. A la vista del balance de la estrategia saudí-estadounidense, la reforma no podrá ser de dirección única. Esa podría ser la mayor enseñanza de una diplomacia poco coherente ejercida durante los últimos treinta y ocho años, tan perjudicial para EEUU como para los otros pueblos que antaño se consideraron sus amigos.
Notas:
(1) “La période la plus noire de l’histoire des Arabes” por Abdel Wahhab Meddeb, en el nº272 “l’Histoire”: “Les Arabes de la Mecque aux Banlieues de l’Islam”.
(2) El martirologio cristiano en América Latina de 1966 a 1992 asciende a cuatro obispos, 85 sacerdotes, 19 religiosas católicas, 10 religiosos no sacerdotes, 9 pastores y 150 laicos miembros del movimiento católico y cooperantes extranjeros asesinados por motivos políticos; además redujo al silencio a varios teólogos, especialmente a Hans Kung (Suiza) y al sacerdote brasileño franciscano Leonardo Boff, Guerre froide et Eglise catholique en Amérique Latine, Editions du Cerf 1999-Charles Antoine.
(3) Un miembro de la hermandad saudí de Al-Ikhwane, Jouneib Al-Oteiba, soportó un asedio de 18 días en el sótano y los pisos superiores del santuario de la Meca antes de ser expulsado por el GIGN, las tropas de elite de la gendarmería francesa, en una intervención que marcaría la primera presencia cristiana en este importante Lugar santo del Islam y que fue considerada una profanación por los islamistas rigurosos.
(4) Declaración de Mohamad Ben Abdel Rahman Ben Salman, viceministro saudí de bienes religiosos en la primera guerra contra Iraq, en la revista saudí Al-Majallah, N° 593, del 19-25 de junio de 1991.
(5) El rey Faysal fue asesinado por Fahd Ben Massaede, hermano de un príncipe a quien mató la policía saudí diez años antes, en 1965, en una manifestación contra la puesta en marcha del sistema audiovisual en el reino.
(6) Informe del Drug Enforcement Administración (DEA) de 2002 citado en Comment la France a perdu l’Afrique, Antoine Glaser y Stephen Smith, ed. Calmann-Lévy, mayo 2005, París.
(7) Laurent Bonelli, investigador de Ciencias Políticas en la Universidad París X-Nanterre, en Le Monde Diplomatique nº de abril 2005 “Quand les services de renseignement construisent un nouvel ennemi”.
Original en francés: http://renenaba.blog.fr/2007/10/14/p3136299#more3136299
René Naba es un periodista francés de origen libanés antiguo responsable del mundo arabo-musulmán en el servicio diplomático de la Agencia France Presse y ex consejero del Director General de RMC/Moyen-Orient, encargado de la información. Es autor de las siguientes obras: Il était une fois la dépêche d’agence, Editions l’Armoise, 2007; Aux origines de la tragédie arabe, Éditions Bachari 2006. Du bougnoule au sauvageon, voyage dans l’imaginaire français, L’Harmattan 2002. Rafic Hariri, un homme d’affaires, Premier ministre, L’ Harmattan 2000. Guerre des ondes, guerre de religion, la bataille hertzienne dans le ciel méditerranéen, L’Harmattan 1998.
René Nabarenenaba.blog.frTraducido por Caty R.